NotMid 07/04/2022
EDITORIAL
ELISA DE LA NUEZ
Transcurridas ya varias semanas desde la invasión de Ucrania y tras la intervención del presidente Zelenski a través de videoconferencia en el Parlamento español podemos hacer unas breves reflexiones sobre la política en tiempos de crisis, o quizás convendría decir en tiempos de catástrofes, pues no otra cosa es una guerra de agresión con tintes genocidas en un país europeo en la tercera década del siglo XXI. Para los que hemos intentando comprender, a través de libros, documentales y testimonios cómo fue posible la barbarie que vivió Europa antes y durante la II Guerra Mundial el comportamiento que estamos viendo estos días de una parte significativa de políticos democráticos y de una parte no menos significativa de intelectuales, opinadores y ciudadanos de a pie resulta, lamentablemente, muy clarificador. Además de los que siempre se apuntan a teorías conspiranoicas varias, hay un porcentaje nada desdeñable de personas (básicamente de extrema izquierda o de extrema derecha) que están dispuestos a negar la realidad por la sencilla razón de que no se ajusta a sus prejuicios ideológicos.
Es más fácil recurrir a explicaciones carentes de cualquier racionalidad, contradictorias o que ignoran los hechos que tantos corresponsales y reporteros se esfuerzan en hacernos llegar sobre la guerra de Ucrania (poniendo en riesgo sus vidas) que revisar o sacrificar esas creencias previas. ¿Por qué es tan difícil reconocer que la dictadura de Putin no es más que la siniestra continuación de la dictadura soviética que, a su vez, sucedió a la dictadura de los zares? ¿O que las atrocidades que deja a su paso el Ejército ruso son idénticas a las de Chechenia? Parafraseando a Vasili Grossman cuando hablaba de su patria, Rusia ha conocido muchos gobiernos a lo largo de 1.000 años, pero lo que nunca ha conocido es la libertad. Pero es que para la extrema izquierda y la extrema derecha la libertad tiene poco valor.
Pero quizás más preocupante por más numeroso es el grupo de políticos y ciudadanos de las prósperas democracias occidentales (aunque, a juzgar por las encuestas, más los primeros que los segundos) que, pese a las evidencia de la invasión rusa, de la destrucción de ciudades enteras y de las atrocidades que se están cometiendo en Ucrania contra la población civil, no están dispuestos a arriesgar demasiado por defender los valores europeos en forma de sanciones más contundentes contra las exportaciones de gas y petróleo rusos.
Mención especial merece Alemania, que con su política energética y su tolerancia con la Rusia de Putin -me temo que el legado de Angela Merkel va a ser juzgado, con razón, muy duramente- ha contribuido a fomentar su sensación de impunidad. Interesante que el país del “nunca más”, tan atento frente al posible resurgimiento del fascismo dentro de su país, haya sido tan complaciente con Putin. Pero, para ser justos, podemos mencionar también a otros líderes occidentales igualmente complacientes: Boris Johnson y sus amistades peligrosas, cuando en el Reino Unido se asesinaba tranquilamente a opositores rusos, o el ex presidente Donald Trump, tan admirador de Vladimir Putin. Y podríamos seguir mencionando toda una extensa lista de políticos occidentales fascinados por el mito del “hombre fuerte” por antonomasia.
Puede ser que todos estos políticos no hayan tenido tiempo de ver los documentales de Netflix sobre el personaje o de leer los libros de Peter Pomerantsev, Timothy Snyder y otros autores que llevan años alertando sobre la deriva autoritaria del país o de que (como reza el subtítulo del libro del primero La nueva Rusia) en la Rusia de Putin, nada es verdad y todo es posible. O puede que sí, pero que pensaran que todo era una exageración. Probablemente también les pareció exagerado reaccionar frente a lo sucedido en Grozni, en Siria, con la invasión de Crimea, en 2014, o exigir cuentas por el lanzamiento del misil ruso que abatió el avión de Malaysia Airlines que se estrelló en Ucrania lleno de pasajeros procedentes de Ámsterdam.
Desgraciadamente, todo esto ya lo hemos vivido, o, para ser exactos, ya lo hemos leído en los libros de Historia. La catástrofe de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto no surgió de la nada. Fue producto, entre otros factores, de muchos años de políticas erróneas de apaciguamiento frente a Hitler por parte de las potencias occidentales, que culminaron en el vergonzoso acuerdo de Múnich de 30 de septiembre de 1938, en el que Francia y Gran Bretaña intentaron evitar la guerra cediendo frente a Hitler en la crisis de los Sudetes. Se suponía que, una vez anexionado este territorio para defender a los alemanes étnicos que vivían allí (¿les suena?), se quedaría satisfecho y la paz en Europa estaría asegurada. Menos de un año después, Alemania invadía Polonia. Tampoco entonces habían faltado las voces advirtiendo de lo que estaba sucediendo con el nazismo en Alemania y la clase de líder que era Hitler.
Además de la muy famosa de Winston Churchill había muchas otras. Lo contaba perfectamente Wiliam L. Shirer en directo, como reportero desde Berlín para la Universal News Service y la CBS desde 1934, desesperándose porque no conseguía que sus conciudadanos, allá en Estados Unidos, le tomasen en serio. El libro en que recoge su experiencia del ascenso del nazismo y sus consecuencias, Diario de Berlín, ponen de manifiesto que quien quería saber lo que estaba pasando en Alemania -sin necesidad de viajar allí, que era la otra opción- podía hacerlo. Por otra parte, no es que los nazis lo ocultasen. Los discursos de Hitler, como los de Putin, o la propaganda de Goebbels, como la rusa, no dejaban mucho margen para las interpretaciones. Pero los occidentales de entonces, como los de ahora, prefirieron mirar para otro lado: después de todo, se trataba del gobierno de un país europeo y civilizado de la mitad del siglo XX.
Puede que la comparación no sea exacta, pero en el fondo lo que importa es constatar que a los políticos de las democracias occidentales siempre les cuesta abandonar la creencia de que los líderes autoritarios pueden ser “amansados” si se les trata adecuadamente y que, de esta forma, se comportarán de forma más predecible o, al menos, respetarán las reglas básicas del juego internacional. Si además hay relaciones económicas importantes por en medio, esto se da por supuesto. Por eso se sorprenden tanto cuando no sucede. Por otra parte, nuestros políticos también tienden a creer, y con ellos nosotros, que los valores democráticos siempre han estado ahí y seguirán ahí aunque no se haga nada por mantenerlos. Y tampoco es así; nunca se pueden dar por sentados. Por último, nuestros políticos tienen miedo de exigirnos no ya grandes, sino también pequeños sacrificios para defenderlos. Y tampoco esto es así, o al menos eso es lo que dicen las encuestas. En todo caso, no se nos está pidiendo jugarnos la vida y la libertad como están haciendo los ucranianos.
Por tanto, ha llegado el tiempo de la gran política. La que requiere no tanto de condiciones políticas sino morales. Como demuestra el presidente Zelenski, cualquier político, sea cual su trayectoria previa, es capaz de convertirse en un gran líder con una sola condición: la honestidad y el valor. Lamentablemente, este tipo de conductas que permiten poner los intereses generales por encima de los particulares, ya sean de individuos o de partidos, suelen estar reñidas con la política del día a día, la de las facciones, la de las maniobras partidistas, la del cálculo electoral, la del corto plazo; en definitiva, con la pequeña política tan habitual en nuestras democracias. Esa política a la que estamos tan acostumbrados -en Occidente en general y en España en particular-, incluso en tiempos extraordinarios como los que estamos viviendo, es la misma que se ha desarrollado ante tragedias como la del 11-M (muy recomendables los documentales de Amazon y de Netflix al respecto sobre cómo la falta de honestidad y de valor pasó una factura tremenda al PP de Aznar en víspera de las elecciones) o la actual epidemia del coronavirus en que el actual Gobierno de coalición ha intentado, ante todo, eludir su responsabilidad para que la crisis no le pasase factura con idéntica falta de honestidad y de valor.
El problema, claro está, es dónde encontrar en estos tiempos de crisis líderes honestos y valientes. Porque es fácil darse cuenta de que a los políticos profesionales les cuesta bastante más exhibir este comportamiento que a los simples advenedizos como Zelenski. Pero no está de más recordar que la diferencia entre la reacción del Reino Unido y la de Francia frente a la agresión alemana tuvo mucho que ver con el liderazgo de Churchill. Y es que en una democracia en una época como la que estamos viviendo la categoría de los líderes es un factor esencial. De ella puede depender su supervivencia como tal.
- Elisa de la Nuez es abogada del Estado y coeditora de ¿Hay derecho?