El caso Karla Sofía Gascón pone en evidencia la sobredimensión de unos premios que tienen el argumento de la excelencia cinematográfica como un elemento cada vez menos relevante en el desproporcionado tráfico de intereses que moviliza
NotMid 08/02/2025
Estilo de vida
Pedir que los Oscar premien exclusivamente la excelencia cinematográfica es como, no sé, exigir al Planeta que tenga algo que ver con la literatura. Los premios de la Academia de Hollywood, como cualquier acontecimiento mundial que implica, además de mucho dinero, a infinidad de firmas comerciales (es decir, más dinero) que ven en ellos una manera de arañar algo de eso llamado prestigio (es decir, mucho más dinero) hace tiempo que van de otra cosa. O de más cosas. Puede que importe la tan cacareada excelencia, pero no solo. Hasta hace poco, cualquier aficionado al cine sabía que detrás de los Globos de Oro iban los Oscar. Y eso era así hasta el punto de que los primeros eran, se decía cansinamente, «la antesala» de los segundos. Ahora no, la llamada «temporada de premios» es una carrera de fondo con más antesalas que el palacio de Buckingham que incluye los galardones de todos los gremios (actores, directores, productores, críticos, efectos especiales…), varias meriendas informales, dos o tres formales, dos vueltas al mundo, 324 alfombras rojas, 42 portadas de revistas y un auténtico ejército de publicistas maestros del Excel.
Sin tener claro esto y sus implicaciones, es complicado entender lo que ha sucedido en los últimos días alrededor de Karla Sofía Gascón, protagonista de Emilia Pérez. Más allá de sus valores interpretativos, y desde prácticamente el primer segundo, la primera actriz transgénero en ganar en Cannes y en ser candidata al propio Oscar fue ante todo una bandera. En unas nominaciones que discuten punto por punto la agenda del nuevo presidente Trump, ella se alzó como una especie de rompeolas de la protesta orgánica-liberal que representa Hollywood en la que confluían desde el feminismo de Anora o La sustancia hasta el antirracismo de Nickel boys pasando por la abierta discusión del sueño americano de The Brutalist, el antibolsonarismo de Aún estoy aquí o, más evidente, el antitrumpismo declarado de The Apprentice. Así lo entendieron los medios, la propia Karla que no dudó en ofrecerse en sacrificio en cada una de sus declaraciones («Todos tenemos la oportunidad de cambiar para mejor, de convertirnos en mejores personas», dijo entre lágrimas) y, más importante, sus rivales. Digamos que la música empezó a desafinar cuando Emilia Pérez recibió las primeras críticas furibundas tanto de un sector del colectivo LGTBIQ+ como de buena parte de la prensa mexicana que, básicamente, se negaron a comprar la estrategia declarada de la película de transcender y dinamitar los estereotipos a fuerza de llevarlos al límite. Pero eso es otra discusión. El caso es que quedó al descubierto un flanco de ataque.
Queda por saber por qué a nadie del equipo de Netflix se le ocurrió hacer lo mismo que a la freelance canadiense que no habla español
Probablemente fue Harvey Weinstein el primero en entender que los Oscar iban de más cosas. Célebres fueron sus campañas casi tan sucias como sus modales en la sauna. Él fue el que hizo correr la voz de que Salvar al soldado Ryan, de Spielberg, moría en la primera escena justo después del desembarco y el chiste convirtió a la bochornosa Shakespeare in love en la cinta del año. Desde entonces, y al calor de presupuestos cada vez mayores y redes sociales más activas, todo ha crecido, todo se ha sobredimensionado y todo se ha desquiciado. Se calcula que la campaña de promoción de la plataforma Netflix, eternamente obsesionada con el Oscar, ha ascendido este año a los 25 millones de dólares. ¡Y la cinta no es suya! ¡Solo la distribuye! Esto no son olimpiadas en las que gana el que más salta, además de la calidad, cuentan asuntos como la simpatía generada, la «utilidad social» del voto o el currículo laboral atesorado (¿premiar a una debutante o a una vieja gloria?). Una simple papeleta puede ser decisiva. De ahí que los equipos de las películas cada vez viajen más por todo el mundo a la caza de ese 25% de electores fuera de Estados Unidos. Y de ahí, la importancia de «estar limpio». Y claro, ¿quién no ha pecado alguna vez en su vida?
Cada vez está más claro que tan esencial es hacer buena campaña como evitar que la haga el rival. De repente, un vídeo de la actriz Fernanda Torres con la cara pintada de negro (blackface) y su posterior disculpa: «Lo siento mucho. En ese momento, la conciencia del racismo y del simbolismo de la cara pintada de negro aún no había entrado en la conciencia pública general en Brasil». De repente, un desliz en el que un miembro del equipo de The Brutalist confiesa que se utilizó la Inteligencia Artificial para corregir el acento húngaro del protagonista y… su posterior disculpa. De repente, una periodista freelance canadiense que, tras bucear en el historial de Twitter de Karla hasta dar con unos tuits racistas, xenófobos y algo peor en un idioma que no conoce, es entrevistada por la revista Variety para que quede claro que hasta lo más extraño, en plena campaña de los Oscar, puede ser completamente normal. Raro. Por supuesto que luego hubo la posterior disculpa («Mis más sinceras disculpas a todas las personas que pueden haberse sentido ofendidas por las formas en que me expreso en mi pasado, en mi presente y en mi futuro», dijo Karla), pero casi que fue peor. Fue peor. Un dato: el equipo de Aún estoy aquí cambió la agenda (tenía programado ir a Europa) para insistir en Los Ángeles donde, otra vez de repente, se les abrió la posibilidad del Oscar a la película internacional.
La estrategia de Netflix ahora mismo es soltar lastre. Política de control de daños. Es decir, la idea es cavar un foso alrededor de Karla y sus impresentables tuits. Aislarla hasta la más evidente crueldad. Queda por saber por qué a nadie del equipo de Lisa Taback -la relaciones públicas estrella contratada por la plataforma en 2018 que antes estuvo a las órdenes del mismísimo Weinstein- se le ocurrió hacer lo mismo que a la freelance canadiense que no habla español. Pero más allá de lo que ocurra con Emilia Pérez y sus 13 nominaciones, lo cierto es que esto va de otra cosa. Quedan aún muchos Oscar y, sobre todo, muchas disculpas por escuchar. ¿Para cuándo el Oscar a la mejor petición de perdón?
Agencias