El autor sostiene que Giorgia Meloni ha sido elegida por haber mantenido una oposición intransigente a todos los gobiernos sucesivos en un periodo de extraordinario ‘transformismo’ político
NotMid 27/09/2022
OPINIÓN
LUCA DEMONTIS
Por primera vez desde 2008, las elecciones italianas han arrojado un claro resultado. Hoy, como entonces, certifican lo que en realidad ya se esperaba con mucha antelación, es decir, el triunfo de la coalición de centroderecha, que ahora se desplaza, sin miramientos, hacia la derecha. Desde este punto de vista, el escenario cambia completamente en comparación con los años de Silvio Berlusconi. Si bien es cierto que la victoria tiene muchos padres, en esta ocasión sólo tiene una madre: Giorgia Meloni. Aliada con Silvio Berlusconi y Matteo Salvini, ha sabido capitalizar tanto el interminable declive del primero como el rápido eclipse de la parábola del segundo.
Giorgia Meloni es la última heredera de la tradición de la derecha nacionalista italiana que, a través de diversos cambios de nombre y de símbolos, arranca directamente del Movimento Social Italiano, un partido de derivación postfascista, y que hoy toma el nombre de Hermanos de Italia, en un claro guiño a la invocación inicial del himno nacional. Destinado a una posición totalmente minoritaria hasta los años 90, excluido de todo foro institucional en virtud de sus orígenes, el partido entonces llamado Alianza Nacional fue legitimado por Silvio Berlusconi en 1994, el año de su “bajada a la arena”, y desde entonces es una pieza fundamental de la coalición de centroderecha. A pesar de sus ya 30 años de carrera política, Berlusconi nunca ha sido capaz de encontrar un heredero dentro de su partido, y es curioso que los líderes que le sucedieron hayan procedido de formaciones distintas a Forza Italia, su criatura. En este sentido, Berlusconi siempre ha dado la impresión de ser como el Saturno que se come a sus propios hijos.
Durante varios años, el título de líder indiscutible del centroderecha parecía destinado a Matteo Salvini, secretario de la Liga Norte, que simplemente la transformó en Liga, eliminando toda referencia autonomista a las regiones del norte de Italia en favor de un enfoque soberanista y antieuropeo. Salvini, al igual que Meloni, fue capaz de llevar a un pequeño partido regional a resultados vertiginosos, alcanzando su punto álgido con el triunfo en las elecciones europeas de 2019, cuando obtuvo el 34% de los votos.
Desde entonces, sin embargo, ha cometido una larga serie de ingenuidades y errores clamorosos, como cuando anunció su intención de derribar al Gobierno del que era ministro del Interior en pleno mes de agosto con un cóctel en la mano, en una discoteca de una playa de moda. Salvini pertenece a un grupo de líderes populistas que se consume rápidamente: una vez que se esfumó el mito de la invencibilidad, erosionó rápidamente su consenso electoral y perdió legitimidad dentro del partido. Ahora no le será fácil mantener el liderazgo de la Liga, donde ya hay figuras más proclives al Gobierno que él, y menos devotas del TikTok, en el que sigue siendo un amo indiscutible.
Giorgia Meloni ha sido recompensada por una virtud que incluso sus más acérrimos adversarios le reconocen, y que en Italia es un bien raro, un auténtico recurso escaso: la coherencia. En particular, la última legislatura se caracterizó por un extraordinario transformismo: en el mandato más alocado de la historia republicana, mientras cualquier partido podía aliarse con prácticamente cualquier otro, Meloni mantuvo una oposición intransigente a todos los gobiernos sucesivos.
Los últimos cinco años fueron para ella una auténtica travesía del desierto, en la que ha visto crecer exponencialmente su consenso electoral a pesar de no tener ningún cargo en el Gobierno. Los votantes italianos, cada vez más enfadados con la casta, aprobaron su coherencia, dándole el triunfo el pasado domingo. Ahora se enfrenta a una incógnita: en su partido, pocas personas han ocupado hasta ahora puestos administrativos o de gobiernos importantes, por lo que se verá en la difícil tesitura de tener que formar un Ejecutivo con un personal bastante escaso en el que apoyarse. Meloni, que tiene un olfato político claro, ha pasado las últimas semanas de la campaña electoral asegurando a las cancillerías internacionales sus buenas intenciones, su atlantismo y su distanciamiento de las páginas más negras de la derecha italiana, pero ahora tendrá que lidiar con la tremenda maquinaria ministerial y administrativa italiana, que ha engullido a políticos mucho más experimentados que ella.
Por otro lado, el éxito electoral de la derecha ha sido posible gracias a la tremenda confusión que reina bajo el firmamento progresista. Si siempre ha sido muy complejo abrirse camino en la jungla de la izquierda italiana, en los últimos meses se ha alcanzado la cumbre. El Partido Democrático, cuyo penúltimo secretario dimitió lleno de “vergüenza por el partido” a causa de las rivalidades internas, ha obtenido uno de los peores resultados de su historia (que hasta ahora no ha estado precisamente repleta de triunfos). Por eso, los barones del partido se preparan para canibalizar al secretario Enrico Letta, un político de larga trayectoria llamado hace apenas un año al ingrato papel de mediador entre los feroces clanes internos.
Letta había intentado una alianza con la nueva área liberal y centrista de Carlo Calenda y Matteo Renzi, cuya opción por definirse políticamente como “moderados” contrasta curiosa y abiertamente con sus personalidades, dos de las más rebeldes e intratables de la política italiana. El pasado mes de agosto, Calenda decidió romper su alianza con el Partido Democrático apenas unos días después de haberla firmado: su elección pasará sin duda a la historia de las rarezas políticas italianas.
Calenda y Renzi eran los abanderados de la llamada “Agenda Draghi”, es decir, el programa trazado por el primer ministro saliente y ex gobernador del Banco Central Europeo, en funciones desde febrero de 2021. Mario Draghi ha sido el gran ausente de la campaña electoral italiana: aclamado y apoyado por casi todos los partidos hace poco más de un año, para ser después desechado por todos, cuando hubiera sido necesario nombrarlo para la Presidencia de la República. Su corta pero intensa época reformista quedará probablemente en los anales de la política italiana como uno de los pocos periodos de coherencia y eficacia institucionales, un verdadero cisne negro en la historia republicana.
Su mayor oponente fue Giuseppe Conte, líder del Movimiento 5 Estrellas, que encarnó mejor que nadie el espíritu de la política italiana de los últimos años: entrando en política por primera vez en 2018, consiguió convertirse rápidamente en jefe de un Gobierno ultrapopulista y soberanista, luego en líder de un Ejecutivo de una izquierda compasiva, después en aspirante a padre de la patria en el periodo Covid-19 y, finalmente, en tribuno de la plebe de extraordinario éxito en las plazas de Nápoles y Palermo. En los últimos meses, Conte ha transformado el Movimiento 5 Estrellas en una especie de “Liga del Sur”, defendiendo el asistencialismo estatal en las regiones más desfavorecidas económica y socialmente de Italia.
Esta es la situación a la que se enfrenta ahora el presidente de la República, Sergio Mattarella, que desde la altura de sus 81 años sigue dando la impresión de ser el único adulto en la sala, especialmente tras la salida de Mario Draghi de la escena: a él le corresponderá nombrar al jefe de Gobierno.
Ahora que ha terminado el largo e irresponsable verano electoral italiano, se avecinan enormes problemas nacionales; y Giorgia Meloni, que con toda probabilidad será la primera mujer al frente del Ejecutivo en la historia de Italia, tendrá que empezar prácticamente de cero su experiencia gubernamental, enfrentándose a uno de los otoños más difíciles desde la posguerra.
Luca Demontis es investigador en Teoría Política y responsable de la Formación Académica de la Fondazione Collegio San Carlo di Modena.