NotMid 04/01/2024
OPINIÓN
ARCADI ESPADA
(Imaginando) Vi Mantícora, la película de Carlos Vermut. En Filmin. Iba a verla de todos modos, pero las canallitas que estos días atrás se abalanzaron sobre ella para averiguar, falacia retrospectiva mediante, qué mensaje de oscuridad y violencia había vertido subliminalmente el cineasta me obligaron a adelantar el plan. La película es buena, aunque se adscriba en demasiados momentos al género de los densos silencios. Un tipo de recurso que suele fascinar a los críticos, como fascinan en la vida los callados, esas altas inteligencias obstinadamente potenciales, y las calladas, potencialmente sensuales además. El protagonista (va su poquito de spoiler) es un joven paidófilo que se dedica, como él mismo dice, guiñando tristemente el ojo, al “modelado de criaturas”, es decir, al diseño de monstruitos para videojuegos. Seducido por una criatura auténtica, un niño de siete u ocho años que vive enfrente de su casa y al que salvó de morir en un incendio doméstico, la convierte en un avatar con el que da escape onanista a su pasión. Cuando luego una amante descubra la imagen y le eche en cara lo que ha hecho, él se defenderá:
—Esa imagen no es real.
—Pero yo sí lo soy —contesta ella, viciándose con el non sequitur.
Y acaban mal.
El problema está claramente planteado y es una lástima que Mantícora no vaya por ahí y, por el contrario, se despeñe —para ser fiel al guion— en un acabamiento algo convencional. La pregunta, más allá de la película, es si la fotografía de un niño inexistente, generada por Inteligencia Creada, del tipo The Electrician, puede ser usada sexualmente. Para que la ley lo prohibiera debería incluir esa práctica entre los llamados delitos de peligro, allí donde están incluidos la conducción ebria o el almacenamiento de explosivos. Según este criterio, el uso sexual de imágenes infantiles imaginarias, aunque no produzca perjuicio sobre un niño concreto, podría estimular la práctica pederasta y acarrear peligro para los niños genéricos. La réplica es que, precisamente, las imágenes eróticas de niños inventados, que no suponen lesión de los derechos de ningún menor, podría atenuar el riesgo para los niños reales, igual que la prostitución atenúa, probablemente, el riesgo de violaciones.
Al margen de la responsabilidad penal hay una delicada cuestión moral, que insinúa la legislación norteamericana (Creeper Act 2017) sobre la prohibición del uso de robots sexuales con aspecto infantil. Dado que la relación sexual con un menor nunca puede partir del consentimiento, obtener placer con cualquier imagen que lo represente supone siempre una corrupción moral. Hay una analogía, no sé si del todo respetuosa, con lo que ciertos veganos opinan sobre el consumo de carne artificial, que rechazan más allá de que no produzca daño vacuno, supongo que por lo que implica de vicio. Pero parece indiscutible que también la propia objeción moral palidece —como lo hacía la penal— cuando no hay bien jurídico dañado, es decir, niño que haya sido víctima de vejación ninguna. Y la objeción aún se ve más razonable si se piensa en la posibilidad —no resuelta en este sentido ni en el contrario— de que el consumo de pornografía infantil aleje al pederasta de la tentación criminal efectiva. ¿Qué argumento moral basado en el consentimiento —obviamente simbólico, tratándose de una imagen— podría cuestionar una práctica que redujera el dolor y el crimen? Hasta Kant transigiría: el niño seguiría siendo un fin en sí mismo y la imagen la cosa legítima, un medio de facilitar la dignidad de la persona.
Los laberintos morales surgen en cualquier caso de una evidencia técnica contemporánea: la imagen ha adquirido un irredimible estatuto de duda. Una imagen ya vale lo mismo que una palabra. Es una buena noticia para las palabras. Desde la invención de la fotografía hubieron de cargar con su condición de signo, mientras las imágenes reivindicaban arrogantes su condición de síntoma. Durante algunos minutos de esta última hora se creyó que habría manera de distinguir rápida y taxativamente una imagen real de otra inventada. Yo mismo pensé en una especie de Iso que pudiera garantizar la veracidad de determinadas imágenes. Pero las últimas noticias no alientan esa posibilidad. De modo que cualquier imagen de nuestra época va a tener que someterse al mismo tipo de evaluación que sufre, por poner un liminar ejemplo, la palabra verdad. La palabra verdad sirve para decirla o para mentir y solo las circunstancias exógenas, y no la palabra en sí, determinan si verdad la dice. La foto de una niña generada por Inteligencia Creada puede aspirar ahora al mismo estatuto ficcional de la Lolita de Nabokov. Si ese libro pudo ser escrito y publicado fue, seguramente, porque la ficción lo amparaba. Otro asunto es si el amparo de la ficción resultaría ahora suficiente. Y ese grave asunto es el que planea sobre las fotografías inventadas: con independencia del daño real que esas imágenes puedan causar, la moral dominante no admite que la salvaguarda de la ficción sea suficiente para permitirlas.
(Toc, toc) Esta semana se cumplieron 85 años de la entrada de las tropas franquistas en Barcelona. Leo en el blog del historiador Javier Barraycoa una larga y documentada nota sobre la efeméride. Y da la noticia de un libro, publicado ya hace algunos años: Kautela: un fotógrafo en la España franquista (Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 2018). Con retranca, probablemente justificada, escribe Barraycoa: “Los autores de la recopilación se han encargado de repetir por activa y pasiva que no es un trabajo de apología del franquismo. Será porque todas las fotografías revelan la felicidad sin par de toda Barcelona“. Es probable que así fuera. También porque muchos derrotados e infelices, vivos o muertos, ya no estaban en la ciudad.
El 26 de enero es una fecha clave en la Historia de Cataluña. En sus mentiras colectivas, que desgraciadamente suelen ser casi siempre su Historia. El franquismo se refirió a ese día como el de la liberación. Se comprenden sus intenciones, pero no había nada que liberar. Barcelona, para desesperación de Herbert Matthews, el corresponsal del Times, no luchó “como los castellanos de Madrid, los polacos de Varsovia o los rusos de Stalingrado”. Los americanos siempre quieren ver corridas de toros en la Historia de España, y mucho más si el torero muere heroicamente al atardecer. Como no había nada que liberar, no hubo tampoco caída, que es como el antifranquismo se refiere habitualmente a esa fecha. La caída de Barcelona. No, no había nadie de pie.
De lo que fue aquel 26 de enero da perfecta cuenta la escena del Ayuntamiento. Parece que el alcalde republicano, Hilari Salvador, fue la última autoridad republicana en abandonar la ciudad. Y escribe Barraycoa: “Eran las cinco de la tarde cuando llamaron a la puerta del Ayuntamiento un teniente y un alférez”. El teniente se llamaba Víctor Felipe Martínez y era legionario. Según mi recuerdo, aparece figuradamente en la película El largo invierno, de Jaime Camino, descorriendo las cortinas del despacho del alcalde para que entre la luz de la Liberación. Inútilmente he tratado de dar con esa película, algo fallida, pero de interés, para comprobar si el recuerdo es veraz. Da lo mismo. En la frase de Barraycoa está todo dicho. Llamaron a la puerta del Ayuntamiento. ¡Llamaron a la puerta! Se la abrieron. ¿Podemos pasar? Y pasaron. Qué civilización.
(Ganado el 3 de febrero a las 15:57, siempre feliz de que cada hombre acabe encontrando su lugar, y así nuestro Suma Cero, por fin portavoz de Sumar y cero a la izquierda, plenitud)