En el frente de Lugansk, con la Brigada Mecanizada 92, los llamados ‘héroes de Járkiv’
NotMid 15/02/2023
MUNDO
A 16 grados bajo cero, cuando mear a la intemperie significa que la orina se congele nada más tocar el suelo, un tanquista irrumpe en el bosque en sandalias y sudadera como el que sale de una clase de yoga. “¿Frío? Ya no siento nada“, dice sin perder la sonrisa. Ha ido a echar un vistazo al carro de combate del que es comandante. O mejor, lo que queda de él. Una mina reventó el tren de rodaje derecho y la oruga que lo hace avanzar. Salvó la vida de milagro y ahora disfruta de cada minuto como si fuera el último. “Me duele todo, pero estoy vivo y eso es lo que cuenta”, asegura, ufano.
Nos enseña el vídeo del dron ucraniano que registró la explosión. “Mira, ahí pisé la mina y todo el tanque dio un salto, pero yo hice un intento por seguir atacando y hasta logramos disparar de nuevo. Cuando vi que era imposible avanzar con el blindado…”. Entonces, en el vídeo se aprecia cómo salta por la escotilla junto a sus dos compañeros y echa a correr hacia sus propias líneas mientras los rusos les disparan. “También he batido el récord de los 100 metros lisos. Nunca nadie corrió más rápido que yo”, y de nuevo se parte de risa.
De fondo, el retumbar de la artillería nos recuerda que el frente está muy cerca. Pueden distinguirse a la perfección tanto las detonaciones de los obuses ucranianos como la explosión seca de los proyectiles rusos lanzados desde el otro lado, algunos con silbido incluido.
Nuestros anfitriones nos piden no desvelar el nombre del pueblo en el que nos encontramos dentro del frente de Lugansk, en territorio liberado por Ucrania durante el pasado otoño en el que no ha quedado una aldea sin arrasar y un alma más allá de algún anciano, algún perro abandonado y algún loco.
No es fácil verlos bajo los árboles ni siquiera cuando la mirada se adapta a las sombras. Los monstruos acorazados que son los carros de combate descansan cubiertos con redes de camuflaje blancas como la nieve que cae alrededor. Tienen restos de barro y muestran cicatrices y laceraciones en el blindaje de las batallas en las que han participado, como si un rinoceronte hubiera chocado contra su acero sin conseguir penetrarlo del todo. Con estos mismos blindados Ucrania cosechó una de sus grandes victorias haciendo colapsar todo el frente norte de los rusos en Járkiv y ahora frenan de momento esa anunciada gran ofensiva de invierno con la que las tropas de la Z pretenden hacerse con algo de terreno a lo que llamar victoria.
– Hoy la artillería rusa está especialmente activa. Parece que han comenzado su intento de romper nuestras defensas. Llegáis en el día perfecto.
– ¿Van a conseguirlo?
– Se han dicho muchas tonterías sobre los rusos y el uso de sus tanques. Ellos no son malos soldados y llevan unos vehículos parecidos a los nuestros. De hecho, algunos de los nuestros se los hemos quitado a ellos. Hemos estudiado con los mismos manuales y nuestras tácticas no son diferentes. Pero hay una diferencia fundamental que es la motivación. Ellos no saben por qué luchan, pero nosotros nos defendemos la casa de nuestros padres.
El que habla es Andrii, comandante de otro de los tanques T64 de origen soviético con 30 años de servicio que usan en su Brigada Mecanizada 92, la élite del ejército ucraniano. “Con tanto tiempo en servicio el acero se agota y su estructura se hace más vulnerable. El problema de los tanques tan antiguos es que pueden penetrarlos con casi cualquier arma”, cuenta bajo con su gorro de lana, su cigarrillo y su barba de vikingo. Es el jefe, pero tiene 24 años y ya es un veterano. Cada día que sale en su tanque vive una vida.
– ¿Qué es lo que más miedo os da? ¿Artillería, drones, enfrentaros a otros tanques de los rusos?
– Todo eso puede destruirte, pero la aviación es nuestro gran enemigo. No podemos hacer nada contra los aviones.
Varios mecánicos tratan de poner a punto un carro de combate T72 arrebatado a los rusos, otro vehículo de la guerra fría en el que nos invitan a entrar. La escotilla se abre a duras penas. “Este carro es soviético, y todo lo soviético funciona a base de fuerza”, dice uno de ellos, empujándola con todo su peso para poder acceder. Una vez que nos despojamos del chaleco antibalas, obligatorio en un lugar tan expuesto al fuego de artillería, bajamos al puesto del tirador, con unas mirillas y unos periscopios mecánicos de otra época, sin tecnología digital alguna, todo tan mecánico como un tractor agrícola. Petro es artillero de una de estas bestias de 42 toneladas.
UN PASEO EN UN TANQUE SOVIÉTICO
– ¿Cuántos tanques rusos has destruido?
– Que yo sepa, tres, pero casi no hay batallas tanque contra tanque en esta guerra. Nosotros apoyamos los avances de nuestra infantería y esa es nuestra principal labor aquí.
Dmitro, conductor y mecánico, aún se duele de una herida en el costado, pero enciende el motor de uno de los carros de combate, que se despereza con tos de gasóil y humo blanco. “Venga, sube. Vamos a dar una vuelta”, dice al reportero desde su asiento debajo del cañón como si llevara un descapotable. No todos los días se disfruta de un paseo en un tanque de origen soviético, así que escalamos por el blindaje hasta la torreta, nos subimos a la escotilla del comandante y, sentados con medio cuerpo fuera, notamos como todo el vehículo se estremece con el primer acelerón y se encabrita con un chirriar de sus orugas.
Metido en el blindado, huele como si masticaras virutas de metal. A una velocidad impropia de un paquidermo semejante, atravesamos una calle con todas las viviendas bombardeadas y coches tiroteados y oxidados con la sensación de estar en un videojuego. Varios militares ucranianos que duermen en los sótanos de esas mismas casas nos saludan haciendo la “V” de victoria.
Los soldados pasan al lado de su comandante, pero si no fuera por los galones de su chaqueta nadie sabría su rango, porque ninguno aquí se saluda como en los ejércitos occidentales (a sus órdenes, mi sargento) sino que se llaman por su nombre, sin jerarquías. “Somos hermanos de sangre, alguien tiene que encargarse de dar las órdenes, pero no imponemos ese tipo de disciplina absurda”, concluye Andrii.
Uno de los que se despereza de su descanso es otro Andrii, un viejo conocido de este reportero, que lo entrevistó en el asedio que el pasado mes de mayo se cernía sobre la ciudad de Járkiv. En aquel encuentro eran cuatro militares en su refugio, Andrii, Viktor, Evgeni y Jacok, su mecánico. Ocho meses después sólo quedan dos vivos.
Hoy, con la región liberada gracias a su trabajo el de toda su brigada, esperan la ofensiva rusa a 150 kilómetros de nuestro primer encuentro. “Estoy bien pese a todo lo que ha pasado. Perdí a mi compañero Evgeny, luego quedé malherido en el ataque de un helicóptero ruso y me casé mientras me recuperaba en el hospital, pero tenemos que hacernos a la idea de que aún nos queda mucho trabajo por hacer y muchos orcos a los que matar [así llaman a los rusos]”, dice con una sonrisa pero con el rostro cansado y visiblemente más delgado que entonces.
“ACTUAMOS COMO ROBOTS. MATAMOS RUSOS Y REGRESAMOS”
Viktor, al que encontramos en otra zona, vive en otro sótano abandonado por otra familia ucraniana junto a sus compañeros de unidad. Se muestra más entero que Andrii ocho meses después, pero reconoce que la rutina de la guerra es devastadora: “Vamos al frente y permanecemos 12 horas en nuestras posiciones defensivas disparando al enemigo, después descansamos 24 horas y vuelta de nuevo al frente. Esa es nuestra vida durante meses. Estamos muertos por dentro y ya no sentimos nada. Actuamos como robots. Matamos rusos y regresamos. Sólo alguna visita extraordinaria a mi familia me saca de este círculo agotador”.
En esta guerra los expertos han discutido mucho si estamos ante el final del carro de combate como plataforma bélica del siglo XXI. En un mundo con drones, misiles guiados, satélites, antitanques al hombro o minas terrestres, la sensación es que el que viaja dentro de este trasto lo hace, en realidad, en un ataúd metálico donde cualquiera de estas amenazas lo hará reventar al primer disparo. De momento, este es el vehículo fetiche en el que confían para ganar la guerra: “Ya hay compañeros que se han ido a entrenar con los Leopard alemanes. Con ellos creo que podremos echar a los orcos de aquí”, dice Viktor.
La muerte del tanquista, atrapado en este laberinto de palancas, visores, salientes, válvulas, balas de cañón y escotillas que no se abren, es de las peores que puede sufrir un soldado en esta guerra. Sus restos, generalmente carbonizados, es lo único que queda después de que una esquirla de artillería, un proyectil antitanque o una mina haga reventar la munición interna que lleva el propio blindado.
Los tanquistas que van a volver al frente preparan fuego para calentar la panza de sus tanques, congelados por el frío como sus manos y sus rostros como hacían los alemanes en la invasión de Rusia en 1941. Cuando se acerca el momento de partir, cada soldado libra su propia guerra. Uno desea borrar el recuerdo de su compañero muerto. Otro tiene la cabeza junto a su chica, a la que lleva casi un año sin ver desde que se fue a Polonia. Hay algunos con familiares muertos o con sus padres aún residiendo en aldeas ocupadas por los rusos mientras que ellos malviven en un horizonte quemado de aldeas destruidas y edificios industriales en ruinas. Confían en la victoria, pero están pagando el precio. La 92 se mueve de nuevo. ¿Próximo destino?
Agencias / Alberto Rojas