El presidente ruso lo fía todo ahora a la llegada de un invierno que congele la ofensiva de Kiev y lleve el sufrimiento de los civiles a cotas tan altas que mine por completo la moral ucraniana
NotMid 11/11/2022
EDITORIAL
Ucrania se ha convertido en un callejón sin salida para Vladimir Putin. La retirada de Jersón -que Kiev coge aún con pinzas por temor a una trampa militar– asesta al presidente ruso un humillante golpe cuyo impacto se resentirá en Moscú, donde afronta las espadas en alto de los ultranacionalistas que presionan para una escalada aún más cruenta del conflicto y el malestar de una población que ha dejado de ver la guerra por la televisión desde que los generales llamaron a sus padres e hijos a filas con la movilización de 300.000 reservistas. Un general norteamericano calculó ayer en 100.000 los soldados rusos heridos o muertos; cadáveres que empiezan a pesar demasiado en la opinión pública rusa (según la misma fuente, las bajas militares ucranianas rondan esa cifra, a la que se sumarían unos 40.000 civiles).
Jersón ha pasado de ser el mayor triunfo bélico de Rusia, que capturó la capital de provincia en los primeros días de la guerra, al mayor fracaso que ha sufrido en el terreno. La plaza tiene un enorme valor simbólico y moral que da alas a la ofensiva de Kiev -lanzada el pasado 29 de septiembre y que ya ha reconquistado más de 8.000 kilómetros cuadrados al invasor- a las puertas de un invierno difícil. Pero también cuenta con un gran valor estratégico para cambiar el curso de la contienda, al tratarse de un puente terrestre entre el territorio ucraniano y la península de Crimea vital para las líneas de suministro del ejército ruso, muy debilitado por el impulso de la ofensiva del Gobierno de Volodimir Zelenski.
Jersón era además una de las regiones ucranianas anexionadas ilegalmente en una ceremonia que el Kremlin se encargó de celebrar con gran fanfarria. Sin embargo, el miércoles, el megalómano presidente rusocedió el foco a su ministro de Defensa, Sergei Shoigu, y a su general en jefe en Ucrania, Sergei Surovikin, encargados de anunciar la retirada de la ciudad para «salvar las vidas de los soldados» que la defendían. El ridículo de haberla perdido hace temer una respuesta en forma de ataque a gran escala de Putin, pues cada vez está más acorralado.
En otro signo de debilidad, el líder ruso ha descartado acudir a la cumbre del G-20 que se celebra la semana que viene en Indonesia y donde el inquilino del Kremlin no cuenta con el respaldo incondicional de sus aliados de Pekín y Nueva Delhi para acolchar el choque frontal con las democracias occidentales y en especial con el estadounidense Joe Biden, que llegó a pedir su expulsión del foro internacional. Xi Jinping dejó claro ante el canciller alemán, Olaf Scholz, que China rechaza el uso de armas nucleares en Europa. Y el indio Narendra Modi se quejó hace poco del sufrimiento que los países en desarrollo están padeciendo por culpa de un conflicto que pone en riesgo su seguridad alimentaria y energética.
Putin lo fía ahora todo a la llegada de un invierno que congele la ofensiva de Kiev, embarre a sus tropas en un fango helado y lleve el sufrimiento de los civiles a cotas tan altas que mine tanto la moral ucraniana como la voluntad de Occidente para sostenerla.