El Gobierno de Pedro Sánchez somete a los españoles a un riesgo económico tangible al aceptar el chantaje permanente de un partido insolidario, contrario al orden constitucional y sumido en una deriva antisistema
NotMid 07/01/2024
OPINIÓN
«Puigdemont no será como Junqueras, él no se resignará a ser uno más». Así negocia Junts per Catalunya y así tratará de hacer valer la lúgubre paradoja de que la democracia española someta al dictado de un prófugo la aprobación de un decreto que regula la calidad de la administración de Justicia en España. La norma ómnibus aprobada a toda prisa en el Consejo de Ministros tendría un contenido aparentemente inocuo si no fuese la primera que pone a prueba la mayoría plurinacional que incluye al ex president rebelde y contuviera hitos necesarios para que la UE desbloquee 10.000 millones de fondos Next Generation.
Estamos ante medidas para agilizar procesos y facilitar la interoperabilidad digital entre juzgados, como corresponde al diseño constitucional de Poder Judicial único: y esto es lo que él quiere dejar claro que no quiere, para alfombrar la reivindicación posterior que desconecte de Cataluña la autoridad del Tribunal Supremo. Junts intenta además retirar el artículo que suspende un procedimiento judicial cuando se plantee una cuestión ante el Tribunal de Luxemburgo. Entiende que facilitaría la detención de Puigdemont si regresa a España mientras la amnistía está recurrida, aunque lo cierto es que en nada cambia la práctica habitual.
Se trata de exigir más arbitrariedad a su propia carta, en contra de cualquier cosa que interese a la cohesión nacional, y de dejar claro desde el primer día quién sojuzga realmente al Gobierno, en plena dinámica competitiva con ERC, con las elecciones catalanas en el horizonte. Y de paso atizarle al superministro Félix Bolaños, al que se la tienen jurada desde que se fotografió con Junqueras para condonarle la deuda a la Generalitat.
Pedro Sánchez somete así a los españoles a un riesgo económico tangible al aceptar el chantaje permanente de un partido insolidario, contrario al orden constitucional y sumido en una deriva antisistema. Ya era ésta desde luego su naturaleza durante el verano, cuando el PP, bajo el shock postraumático del 23-J, aceptó verse con Junts como si fuera aquel partido de centroderecha autonómico que firmó el pacto de 1996 en el Hotel Majestic.
No lo es: es una formación antidemocrática que nació por y para el golpe. Alberto Núñez Feijóo es consciente de que nunca habría podido completar una mayoría con Puigdemont, y quizá se trataba de intentar encarecer la investidura de Sánchez, pero haberlo hecho impone ahora un coste de filtraciones e insinuaciones, verdaderas o falsas,demasiado alto en términos de credibilidad, porque equivale a sugerir que los principios y escrúpulos tienen también un precio en el PP. Queda claro, no obstante, que no es el mismo que el del PSOE.
El PP inauguró el año con un mensaje político con el que se sacude de un plumazo cualquier duda de connivencia con los nacionalismos, golpea en la debilidad de Vox y trata de definir los perfiles de su propia democracia militante, que es la auténtica batalla cultural. En la enmienda a la totalidad de la amnistía, lejos de conformarse con liderar los argumentos que ya conoce y respalda una amplia mayoría de la opinión pública, introdujo una propuesta para castigar con cárcel a los cargos que declaren la independencia o convoquen un referéndum ilegal, subrayando así el vacío de elementos de disuasión penal con el que España se enfrentaría a una subversión constitucional después de que el PSOE suprimiese la sedición.
Lo llamativo es que llegase más allá y añadiera la posible disolución de partidos políticos que participaran en esos actos, lo que sólo está previsto ahora para la violencia terrorista. Mal explicada, la iniciativa difícilmente encaja con la jurisprudencia europea, pareció improvisada y puede servir para dispersar o enmascarar el auténtico peligro que actualmente nos amenaza: la utilización de las instituciones para socavar el Estado de Derecho.
A construir una democracia militante en su espacio identitario lleva tiempo entregado el PSOE. Toda esta semana, sin ir más lejos, la ha dedicado a instrumentalizar la patética manifestación de Nochevieja en Ferraz, en la que un puñado de exaltados golpeó un pelele de Sánchez, para continuar alimentando la atmósfera de excepcionalidad que le permite superar ante los suyos los escrúpulos que provocarían sus cesiones a los independentistas. Se hace ostentación entusiasta del desequilibrio de valores a un lado y otro del muro: el apaleamiento simbólico del presidente constituiría, esto sí, un delito de odio, al mismo tiempo que se propone despenalizar las injurias a la Corona o el enaltecimiento del terrorismo, esto no, o se mira para otro lado para no ver los 136 homenajes a terroristas del partido de Otegi, socio plurinacional.
La fibra moral que cohesiona el proyecto compartido de España, de todos y para todos, continúa deshilachándose. «Es precisa una participación de todos o de una gran mayoría en unos mismos mitos, símbolos, creencias y valores que proporcionen un terreno común y neutral en el que los partidos puedan entenderse en medio de sus disputas», escribía Manuel García Pelayo. Cuando esa centralidad se estrecha o se vacía, quiebra el pacto de moderación que hace posibles la estabilidad, la calidad institucional y las políticas efectivas a largo plazo. La Fundación BBVA y la Universidad de Valencia presentaron el jueves un preocupante informe que alerta de la precariedad estructural y la falta de esperanza entre nuestros jóvenes, y su creciente desconfianza hacia la eficacia de los gobiernos. Quizá haya quien crea que no tiene nada que ver.