Putin deja claro que el estado actual de la Unión rusa es de guerra, y lo va a seguir siendo
NotMid 28/02/2023
OPINIÓN
JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA
Muchos respiraron aliviados al constatar la ausencia de novedades en el discurso pronunciado por Putin el pasado martes en el 365º aniversario de la invasión de Ucrania (la suspensión de la participación de Rusia en el tratado de control de armas nucleares New START es novedosa, pero no revolucionaria: es otro paso más en el desmantelamiento de la red de acuerdos de desarme logrados al final de la Guerra Fría).
Por desgracia, la ausencia de novedades no es una buena noticia. Al contrario, la decisión de recurrir a tanta pompa para acompañar dos horas largas de un discurso repleto de chatarra argumental, dominado por los tópicos habituales sobre el Oeste degenerado que no soporta y quiere acabar con una Rusia moralmente auténtica, y situar el discurso bajo el rótulo “Estado de la Unión”, transmite un mensaje cristalino: el estado actual de la Unión rusa es de guerra, y lo va a seguir siendo. Atrás queda la minimización ante su opinión pública de una operación militar especial destinada a defender a unos pobres desgraciados, supuestas víctimas del nacionalismo ucranio, ahora sustituida por una guerra patriótica de carácter existencial contra el gran satán occidental que representaría la OTAN.
Seguramente, ni siquiera a los más fanáticos que atendían al discurso de Putin se les escaparía que su pretensión de pitar falta a Occidente por armar a Ucrania y frustrar sus planes refleja la debilidad de su pensamiento estratégico y, por ende, de sus fuerzas armadas, supuestamente preparadas para librar una guerra directa contra la OTAN, pero al parecer incapaces, como pasara en Afganistán, de derrotar a un rival de tercera. Si Occidente es lo que dice que es, ¿qué esperaba? (y además: ¿no habría hecho él lo mismo?). Por tanto, no se dejen confundir: Putin siempre ha sido un oportunista, lo único es que esta vez se ha equivocado flagrantemente y no tiene marcha atrás. Por eso, doblará y triplicará el esfuerzo de guerra, aunque sea tomando otra vez decisiones a corto plazo que parecen buenas ideas (como desgastar por segunda vez sus fuerzas y equipamiento lanzando una ofensiva en el Donbás con escasos resultados), pero que a largo plazo serán contraproducentes pues será más vulnerable a las contraofensivas de un ejército ucranio que mejora en capacidad de combate en relación inversa al deterioro del ruso.
Por tanto, Putin no va a cejar. Y Ucrania tampoco. Nos adentramos en un segundo año de guerra marcado por la tensión entre la demografía (el principal activo de Putin, que le permite lanzar oleadas de reclutas sin preparación contra las líneas ucranianas con el objetivo de ocupar un Donbás que se ha anexionado constitucional antes que militarmente), y la tecnología proporcionada por los miembros de la OTAN, que junto con la voluntad de resistencia de los ucranios les permite continuar desgastando al ejército ruso.
Otra razón por la que vamos a una guerra larga es que nadie confía en una revuelta interna en Rusia contra Putin. Los verdaderos opositores a la guerra -las cifras los sitúan entre los 20.000 y 30.000- están en la cárcel, desactivados por la perspectiva de prisión o en el exilio. Por su parte, por lo que hemos visto, el cuarto de millón de jóvenes que se estima huyó a los países de la antigua Unión Soviética y Turquía en los que no se requería visado de entrada (aunque podrían ser el triple), junto a los rusos que ya estaban establecidos fuera de Rusia, en especial en Europa, no han mostrado la más mínima intención de convertirse en diáspora disidente: no son cubanos en el exilio uniéndose para derribar a Castro, ni iraníes pidiendo a la UE que aísle a Rusia. Son ciudadanos rusos que pretenden seguir con su vida en el llamado “extranjero cercano” y a los que no por casualidad Putin ha rechazado perseguir como traidores, conformándose con criticar su escaso patriotismo.
A muchos les gustaría pensar que esta guerra es la obra de un loco situado en la cúspide de Kremlin y que los rusos de a pie son víctimas deseando ser liberadas. Pero se engañan: y no porque el ruso medio sea perverso o fanático. Por desgracia, hay una Rusia de Putin, como hubo una España de Franco o una Alemania de Hitler. Decir esto no es una muestra de rusofobia sino de realismo histórico y de conocimiento sobre lo que el nacionalismo puede hacer a los pueblos. Igual que Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz (lean sus diarios y sus cartas a su hijo), podía gasear por la mañana y escuchar a Beethoven por la noche, millones de rusos han comprado el victimismo de Putin y, sí, ven la guerra como una tragedia, pero porque mueren rusos y sufren restricciones e inconveniencias, no porque la idea de invadir Ucrania, destruirla y asimilarla les parezca una aberración.
Otra razón por la que la paz no está a la vuelta de la esquina es porque la única negociación de paz posible no está a la vista. La idea de “paz por territorios” es tan estúpida de acuerdo con cualquier parámetro estratégico e histórico que duele desmentirla. Como la afirmación, ora banal ora malintencionada, de que “toda guerra acaba en una negociación” (las derrotas y las retiradas también suelen negociarse y firmarse). Si algo sabemos en Europa es que una mala paz es el preludio de la siguiente guerra. Recuerden el Tratado de Versalles después de la Primera Guerra Mundial, el Pacto de Múnich entre Chamberlain, Daladier y Hitler y los acuerdos de Minsk de 2015, que como hemos visto alimentaron en Putin la idea de que un Occidente pusilánime acabaría no solo convalidando sus anexiones territoriales sino aceptando una Ucrania neutralizada y federalizada sobre la que Moscú tuviera un derecho de veto exterior e injerencia interna. Hasta el propio Henry Kissinger, adalid del realismo político, ha acabado por reconocer lo inevitable: que esta guerra solo puede acabar con una Ucrania que disfrute de una garantía de seguridad territorial efectiva (no como la que le concedieron en Budapest en 1994 Washington, Moscú, Londres y París a cambio de renunciar a su arsenal nuclear, fíjense en los resultados). Esa garantía puede ser bilateral de EEUU, como la que disfrutan Corea del Sur y Japón, o colectiva, en el marco de la OTAN, pero el resultado será el mismo. Esa es la derrota de Putin, y la suerte ya está echada: con más o menos territorio (piensen en las dos Alemanias o las dos Coreas) habrá una Ucrania libre, democrática y anclada en la UE y en la OTAN.
Es importante entender que derrotar a Putin no empieza con los envíos de armas, sino con cambiar nuestro marco mental. Hay que renunciar a lo que con mucho acierto Mykola Riabchuk ha llamado “el pensamiento imperial”, que interioriza el proyecto nacional ruso inherentemente expansivo heredado de Catalina la Grande, que afirmaba que la única manera de asegurar las fronteras de Rusia era expandirlas. No, la Rusia de hoy tiene un arsenal de 5.977 cabezas nucleares, así que su integridad territorial está plenamente asegurada, y créanme que en la OTAN esto se entiende a la perfección. El problema, como estamos experimentando, es exactamente el contrario: que la absoluta seguridad del Kremlin acerca de su integridad territorial lo convierte en un factor de absoluta inseguridad para sus vecinos. El mensaje que estamos enviando a Putin es cristalino: una Rusia segura es posible dentro de sus fronteras, pero imposible si pretende recrear esferas de influencia del pasado y revivir la doctrina de la soberanía limitada del Pacto de Varsovia. Lo ha dicho el canciller Scholz, un socialdemócrata nada sospechoso de belicista: el Zeitenwende (el cambio de época) bajo el que debemos interpretar todo lo que pasa y reaccionar en consecuencia es el retorno a Europa no ya del nacionalismo, sino del imperialismo. Si no entendemos eso no entendemos nada. Por suerte, la Unión Europea lo ha entendido perfectamente, y con otro socialdemócrata a la cabeza, Josep Borrell, se ha lanzado a ayudar a Ucrania a ganar la guerra con el objetivo de construir para Europa un futuro en paz y en libertad en el siglo XXI.
José Ignacio Torreblanca es profesor de Ciencia Política en la Uned y director de la Oficina del European Council on Foreign Relations en Madrid