NotMid 01/03/2023
OPINIÓN
GABRIEL TORTELLA
En el primer capítulo del reciente libro España, democracia menguante, el lector puede ver (p. 33) un gráfico expresivo e inquietante que representa la “Autoubicación ideológica” de los votantes españoles. El gráfico, que abarca aproximadamente los últimos 25 años, refleja cómo se sitúa en el espectro ideológico una muestra de españoles entrevistados, siendo los límites, naturalmente, la extrema derecha y la extrema izquierda. Uno supondría que en un país normal la curva sería la normal en términos estadísticos; es decir, tuviera la forma de una campana simétrica con su valor máximo en el centro. Ello significaría que la mayoría de los votantes serían de centro y que su número disminuiría según la posición se radicalizara a derecha e izquierda.
En estos términos, España no es un país normal, porque el máximo número de votantes se apiña en el centro y centro izquierda y, en cambio, son relativamente pocos los que se sitúan en el centro derecha. Una minoría muy pequeña se sitúa en la extrema derecha, en contraste con los votantes que se consideran de extrema izquierda, que son mucho más numerosos. Agrupando, un 30% sería votante de centro; un 40%, de izquierdas; y un 13%, de derechas. El 17% restante se incluye en la categoría “No sabe o no contesta”. Es interesante que apenas se observen cambios en las curvas desde 1996 a 2020.
No conozco estadísticas comparables para países de nuestro entorno, pero hay indicadores más burdos que sugieren que, en este punto, Spain is different. Por ejemplo, en España el Partido Socialista es mucho más fuerte que en países como Francia e Italia, donde ha desaparecido virtualmente. En Alemania y Reino Unido, donde los partidos socialistas tienen una gran tradición, en el medio plazo, el SPD ocupa un lugar secundario frente a la Democracia Cristiana, y el Laborista frente al Conservador, respectivamente, aunque el SPD gobierne hoy en coalición. Pero, sobre todo, ambos partidos socialistas están mucho más cerca del centro que el español. El último gran período del laborismo inglés se dio con el programa moderado de Tony Blair. Y el posterior desplazamiento a la izquierda con Jeremy Corbyn consignó al laborismo a la oposición permanente. En la actualidad, con el moderado Keir Starmer, el laborismo parece rehacerse. Algo parecido puede decirse del socialismo portugués, claramente socialdemócrata, y que ha renovado no hace mucho su dominio en las urnas. Al otro lado de la raya, el PSOE retrasa al máximo las elecciones y ofrece un programa inexistente (eso sí, “de progreso”, frase favorita de Pedro Sánchez) pero sustituido por una retórica ferozmente izquierdista.
Con todo, la asimetría española no se limita al Partido Socialista. En el Partido Popular parecen concurrir con el PSOE en que la izquierda es moralmente superior, por lo cual proclaman que, si a ellos hay que votarles, no es por sus ideas, sino por su gestión. Mientras los socialistas utilizan la palabra “derecha” como un término de oprobio, los conservadores se esfuerzan por pactar con ellos y les ofrecen su apoyo para neutralizar la influencia de separatistas y ex terroristas no arrepentidos, ofrecimientos que son rechazados con desprecio e invectivas por los socialistas, a quienes indigna que la oposición se comporte como tal. La ejecutoria de los grandes partidos es tan asimétrica como la autoubicación de los votantes.
Uno se pregunta cuál es el origen de esta asimetría política y la respuesta no puede hallarse más que en el gran rasgo histórico diferencial del siglo XX español, la Guerra Civil. Si la Segunda República perdió la guerra, ganó la paz; es decir, ha sido generalmente vista, dentro y fuera de España, como un régimen democrático que fue víctima de un golpe militar fascista ante la indiferencia de otras democracias vecinas, como la francesa y la inglesa, que la dejaron a los pies de los caballos franquistas y a merced de las checas comunistas.
Hoy sabemos que este relato debe ser matizado, especialmente en lo que se refiere a la pureza democrática y a la inocencia de la República. La sublevación fallida de las izquierdas de octubre de 1934 fue algo peor que un crimen; fue un error gravísimo, que legitimó, a los ojos de muchos, el levantamiento militar de 1936. También hay que poner en tela de juicio la pretendida identificación de los conservadores de hoy con los franquistas de ayer. Como recordó hace unos días en estas mismas páginas Arcadi Espada, fueron un grupo de antiguos franquistas, como Adolfo Suárez, Torcuato Fernández Miranda, Rodolfo Martín Villa o Manuel Fraga Iribarne, los que, con la colaboración de antifranquistas de muy diferentes convicciones, desmontaron las estructuras dictatoriales y construyeron un régimen democrático con un mínimo de violencia y en un ambiente admirable de concordia. Esto, tampoco hay que olvidarlo, en una situación de crisis internacional gravísima y con la única oposición interna proveniente de las franjas extremas violentas de la derecha y la izquierda. La extrema derecha organizó un fallido golpe de Estado el 23-F de 1981, cuyos autores fueron a la cárcel y cumplieron sus penas sin indulto ni amnistía (salvo el general Armada, indultado por Felipe González). Y este fue el fin de la extrema derecha franquista. La otra oposición violenta fue la del nacionalismo vasco, que luchó por medio del terror contra la democracia española durante tres decenios largos, causando casi 900 víctimas mortales. Los herederos políticos de ETA no solo están hoy representados en la Cortes españolas y en los parlamentos vasco y navarro, sino que colaboran activamente con el actual Gobierno socialista. He aquí otra muestra elocuente de la asimetría política española.
“El mundo político se divide en conservadores y progresistas. La ocupación de los progresistas es cometer errores. La de los conservadores es impedir que se corrijan esos errores. Incluso cuando los revolucionarios se arrepienten de su revolución, los tradicionalistas la defienden como parte de su tradición”. Estas frases de G. K. Chesterton definen perfectamente la asimetría política española. El caso de la malhadada ley del solo sí es sí es paradigmático: cuando más enfangado se encuentra el Gobierno de Sánchez por las consecuencias de esa ley absurda, el líder del PP le ofrece sus votos para enmendar el error y mantener la ley en vigor. Y el PSOE responde que antes morir que pactar con el PP. Pactar con Bildu es otra cosa; y después se indignan los sanchistas con que les digan “que les vote Txapote”.
La asimetría política ha de verse como lo que es: un grave obstáculo al normal funcionamiento del sistema. Para empezar, no tiene justificación. El PP no es heredero del franquismo (ni tampoco Vox), como tampoco el PSOE es heredero de los socialistas que se rebelaron violentamente en 1934, rebelión de la que renegó en su día uno de sus protagonistas, Indalecio Prieto, e implícitamente el PSOE de Felipe González cuando abandonó el marxismo en 1979. En cuanto a Podemos, si se considera heredero de La Pasionaria, y por ende de Lenin y Stalin, debiera decirlo claramente. Buen historial tienen estos. Lenin, a quien algunos consideran muy por encima de Stalin (el de la hambruna del Primer Plan Quinquenal, las terroríficas purgas de 1937, el pacto con Hitler en 1939 y el asesinato de Trotsky en 1940) fue, como le califica Stéphane Courtois, el “inventor del totalitarismo”. Fue agente alemán para rendir su país casi incondicionalmente a los germanos e inmediatamente iniciar una terrible guerra civil contra sus compatriotas, después de haberse hecho con el poder con un golpe de Estado que, según Malaparte, fue el modelo que siguió Mussolini cinco años más tarde, y reintroducir la pena de muerte, que Kerensky había abolido unos meses antes.
He mencionado las terribles circunstancias en que se fundó la URSS simplemente para recordar que no es sólo la derecha fascista la que tiene esqueletos en el armario y que volver una y otra vez a la Guerra Civil española presentándola como una lucha entre el bien y el mal es un recurso falaz que el PSOE en general, y Sánchez en particular, utilizan para aprovechar nuestra asimetría política. Es un truco fácil, socorrido, pero a la larga puede volverse contra el que lo usa. Ya sabemos que el traslado de la momia de Franco tuvo poco rédito político. Las historias de la Guerra Civil pueden lograr gran eco en la Academia del Cine, repleta de doctos historiadores, pero al votante medio le suenan a batallitas de abuelos y a retórica de candidato falto de argumentos. A pesar de la asimetría.