Al poblachón y la ciudad no sólo los diferencia la libertad. También el orden, la claridad y la belleza, y la voluntad de exigirlos
NotMid 18/10/2022
OPINIÓN
ARCADI ESPAÑA
Los domingos se ha hecho costumbre en Madrid abrir a los paseantes la calzada del Paseo del Prado. Lo que quiere decir abrir el paseo, porque allí todo es calzada. La iniciativa sirve para comprobar en toda su amplitud el inverosímil estado del lugar. Aceras mordidas, parterres arrasados, bulevares impracticables y la suciedad habitual del diseño urbano madrileño, compuesto por objetos inútiles, agresivos y aparatosos. El paseo lleva así desde la mitad del siglo XX, cuando la ciudad empezó a ser un apeadero, incluso para los madrileños.
Hace un año la Unesco incluyó este lugar en el Patrimonio de la Humanidad. La decisión sólo reveló que las opiniones patrimoniales del organismo son tan grotescas como las que mantiene sobre el género, las lenguas que hablan tres o las culturas oprimidas. Debe de ser cierto, como rezaba la exposición de motivos, que el Prado fue el primer paseo arbolado de una capital europea. Pero premiar semejante anticipación es como darle el premio Nobel a Cervantes. La degradación del lugar contrasta con las maravillas que ocupan sus márgenes. El Prado, el Thyssen y el Reina Sofía, y hasta el encantador Museo Naval, sufren una humillación urbanística sin precedentes en un conjunto de tal vigor patrimonial. Y contrasta también con el esplendor económico madrileño: cómo es posible que nadando en oro tengan su mejor milla forrada de hojalata. El último político que tomó conciencia de la situación e ideó -junto a Álvaro Siza- un proyecto de civilización del paseo fue Alberto Ruiz Gallardón. Pero se le encaramó una vocinglera mona chita a los plátanos y a aquel buen alcalde le acabó faltando valor.
He preguntado a Jaime Rodríguez, que lleva en este periódico los asuntos madrileños, si sabe de alguna reforma que se esté tramando en los despachos. Sabe que no. Naturalmente el alcalde Almeida habría de responder por este asunto. Pero eso sería si alguien le preguntara. Porque lo cierto es que en Madrid, por la ciudad, no pregunta nadie. Si no me falla la memoria, el último que preguntó fue aquel diario Pueblo de Emilio Romero, y fue, en parte, porque era la única manera de meterse con Franco. A pesar del descomunal desarrollo material y moral de los últimos cuarenta años, la vocación de apeadero sigue viva. La aspiración urbana de los madrileños es un buen pasar, exactamente. Esto da una agradable falta de vanidad general. Pero en el fondo revela un anacronismo. Al poblachón y la ciudad no solo los diferencia la libertad. También el orden, la claridad y la belleza, y la voluntad de exigirlos.