NotMid 18/02/2024
OPINIÓN
ARCADI ESPADA
(Hulk) Escribo sin saber, como de costumbre, y ahora sin saber qué pasará en las elecciones gallegas. Pero el resultado oscilará estrictamente sobre una premisa llamada Partido Popular. Si el Partido Popular gobierna o no. La situación es la de las elecciones generales. Si el Partido Popular gobierna o no. Pero esta vez la alternativa no es un gobierno liderado por el Psoe, sino por el nacionalismo gallego. Ni en las elecciones generales ni en las gallegas o vascas se da la posibilidad de que el Partido Socialista gobierne a partir de un triunfo propio, sino de la derrota del Partido Popular. El caso de Cataluña es distinto. La derrota del Partido Popular está allí asegurada y podría combinarse con la victoria del Partido Socialista. Pero no es una posibilidad garantizada. Perfectamente los socialistas podrían perder las elecciones e incluso ganándolas podrían no gobernar. A estos resultados hay que añadir los de Madrid, Andalucía, Valencia o Extremadura. Por lo que hablando en puridad el Psoe ya es solamente el partido del tal Page: una taifa manchega.
Años atrás, en Cataluña y el País Vasco había quienes recomendaban al Pp que abdicara de sus siglas y ensayara alguna forma de colaboración o delegación con los partidos nacionalistas hegemónicos. Ese tipo de acuerdo por el que suspiraron siempre tipos de interés como Sánchez Llibre. Pero han sido los socialistas, por la vía de los hechos consumados, los que han acabado sometiéndose a la hegemonía nacionalista y buscando a su amparo la supervivencia política en las regiones. En cuanto al conjunto español la situación se invierte graciosamente: los partidos nacionalistas tienen al Psoe como su partido delegado. Efectivamente, no son nada sin él; pero el Psoe ya no puede gobernar sin ellos. El hecho de que cualquier medida del Gobierno socialista deba ser negociada con los nacionalistas —que contra lo que se dice sí tienen una política común: ¡la del interés propio!— y el otro hecho tajante de que el partido que gobierna teóricamente el Estado solo lo haga en tres comunidades, y en una de ellas con el apoyo del nacionalismo vasco-navarro, deja en una pura melancolía la existencia de una política española. Una cuestión incluso más técnica que política.
Los graves problemas económicos españoles, de cuya profundidad estructural daba concisa cuenta irrebatible el economista Francisco Cabrillo en el periódico de ayer, la vertiginosa decadencia de la educación básica y el acabamiento del mito sobre la excelencia del sistema sanitario probablemente no puedan enmendarse sin una política común. No conozco ningún estudio que vincule el final del aliento regeneracionista de la Transición, allá por 1992, con la creciente influencia nacionalista en los gobiernos españoles —a los que Felipe González y José María Aznar, por cierto, se sometieron por alcanzar el poder—, pero a mi intuición maliciosa le iría bien que existiera. La decadencia española es exactamente la decadencia española. En estas condiciones resulta sorprendente la insistencia del Pp en diseñar un futuro de gobierno que pase por el acuerdo con los nacionalistas. Tal acuerdo significaría la continuidad de la política centrífuga, de su derroche de esfuerzo, de tiempo y talento y de su inmoral apuesta por la desigualdad. Pero es que, además, el acuerdo es ahora técnicamente imposible, porque el Pp solo alcanzaría un número suficiente de escaños para gobernar con el apoyo de los nacionalistas si lograra arrebatárselos a Vox, una empresa tanto más difícil cuanto más insista en proponer un gobierno con los nacionalistas, y fuera del alcance, incluso, de un gallego lógicamente especialista en escaleras cuánticas.
El Psoe ya ha perdido las elecciones gallegas, y drásticamente. Ahora falta ver si el Pp también las pierde y cuánto en esa hipotética derrota se deberá a haber olvidado que su enemigo profundo ya no es el increíble socialismo menguante sino los nacionalistas.
(La histeria) Estoy leyendo Les hores greus, de Quim Torra Pla, el que fue efímero presidente de la Generalidad de Cataluña. Un dietario de algunos meses de su presidencia, coincidente con el punto más trágico de la pandemia, entre el 15 de marzo y el 30 de abril de 2020. Como los dos volúmenes de dietarios de Carles Puigdemont, este de Torra también es de gran interés. Y fundamental para el que quiera comprender hasta qué nivel de ruina llegó la política en Cataluña. Hay una continuación, Les hores incertes, que también promete y que leeré pronto. Tanto Puigdemont como Torra son escritores, el primero más decantado hacia el periodismo práctico y el segundo al histórico. Han acertado al dejar testimonio de lo que ha sido su paso, muy principal, por la política.
Al dietario de Torra hay que alabarle su sinceridad brutal. Es una condición básica de la literatura memorialística y la cumple abrasivamente. El efímero presidente se muestra sin máscaras. Un histérico sentimental que se pasa los días llorando y no es retórica: llorando a lágrima viva por cualquier encarnación íntima de la devastación pandémica. Hasta que por fin se decide a hablar con una psicóloga. El resumen de su primera conversación es sensacional y voy a traducirlo del vernáculo para que lo aprecie la España pinganilla: «Llamo a la psicóloga. Es una mujer fantástica, de un humor a prueba de bomba y de mí. Cuando la he llamado, estaba paseando a sus perros, pero me ha escuchado como si los dos únicos habitantes de la tierra fuéramos ella y yo. Me ha aconsejado que dosifique mis estallidos de lágrimas y angustia: para demostrarle cómo los domino no he hecho otra cosa que ponerme a llorar, como lo había hecho anteayer con Antonio Baños, que me llamaba para darme ánimos. Hablo con ella más de una hora: ‘Es normal que llores, no pasa nada’, me dice, ‘pero llora ordenadamente’». Y es que hay que ir al psicólogo, joder. Es un lírico peligroso que no pasa un día sin maldecir a España y que reserva un desprecio casi tan virulento a los miembros de Esquerra Republicana que tiene en su propio Gobierno. Partidario acérrimo de los confinamientos —si de él dependiera aún durarían: el nacionalismo es solo un confinamiento—, sorprende la involuntaria vis cómica de la medida con la que proponía financiarlos, esto es, la quita de la imponente deuda catalana. La citada y encomiable sinceridad de su dietario no encubre el voluntarismo patético de sus movimientos, su confianza en un magufo disfrazado de científico llamado Oriol Mitjà y la certeza de que pocos de entre sus subordinados directos —y subordinados eran, y es para echarse a temblar, todos los ciudadanos de Cataluña— parecen tomárselo en serio.
Es un lugar común de toda la literatura pospandémica que la mayoría de políticos reaccionaran histéricamente ante el virus, sin calibrar ni la ciencia ni el derecho ni los enigmas morales de las singulares medidas que tomaron. Esa histeria dejó su huella en mil formas elusivas: por ejemplo la del presidente Pedro Sánchez cuando anunció que él había salvado 450 mil vidas, a tocateja. Pero dudo que entre todas las confesiones que haya y pueda haber alguna compita ventajosamente en franqueza. Desde que Josep Pla la estableciera, ésta del dietarista Torra supone la más alta expresión de catalanidad conocida, que es la del ternero sentimental.
(Valentine) El spleen de una época siempre está en lo small. Por ejemplo en los 100 small acts of love que publicaron dos señoritas del New York Times el día de San Valentín. Les pidieron a 1.300 lectores que demostraran con sus hechos cuánto querían a sus parejas y eligieron los 100 pequeños actos de amor que les parecieron más sublimes. Yo no voy a ser menos y elijo el mío, obra del señor Doug Raboy, de Nueva York city: «Desde hace una década, lo único que mi mujer quería por Navidad era que me hiciera una colonoscopia. Este año, obtuvo lo que pidió. Eso es amor». A ver, a ver. Si esto no estuviera publicado en el Times, un papel de fumar, al fin, daría en pensar que el señor Raboy había accedido, después de una década de ruegos, a que su esposa le encontrara el punto Lgtbi. Pero es imposible y solo puede entenderse en lenguaje recto: colonoscopy. El contexto además es inequívoco: entre los cien actos de amor destacan los que protagonizan el acto de lavarse los dientes, probablemente el finis Africae del amor conyugal. Es fama que hablo siempre con pruebas, y se trata del primer small: «Cada vez que mi mujer o yo nos lavamos los dientes por la noche, ponemos pasta de dientes en el cepillo de la otra persona y colocamos un palillo de hilo dental en el mango».
La antología describe el amor en los tiempos del baño maría: una forma de la educación y hasta de la piedad. El lector ya habrá entendido que entre las cien descripciones mimosas ni una sola vez aparece la palabra sexo.
(Ganado el 17 de febrero a las 15:03, pensando en la bestia inmunda de Vladimir Putin, pero aún más en el concreto matarife que acabó con la vida de Navalny)