El duque de Sussex arrastra en su descenso a los infiernos a la institución que de algún modo aún encarna a una insoportable vulgarización
NotMid 11/01/2023
OPINIÓN
EDUARDO ÁLVAREZ
De las dos docenas de países en el globo que encabezan el ranking de democracias plenas, la mitad son monarquías parlamentarias. Es sólo uno de los datos que avalan la absoluta vigencia en el siglo XXI de una institución como la Corona que sólo desde apriorismos hipersesgados cabe tachar de anacrónica. La monarquía no es una forma de Estado fosilizada; al contrario, su profunda transformación es una de las razones que explican tanto su supervivencia como su perfecto encaje en los sistemas democráticos más avanzados en los que se pone el acento especial en la protección de las libertades. Pero qué duda cabe de que la monarquía no es un organismo político racional, ni debe serlo, ya que sólo puede cumplir sus funciones de símbolo, de encarnación nacional y de hilván de la continuidad histórica de un pueblo en tanto en cuanto mantiene su ancla en la mística sentimental.
Y eso es precisamente lo que destruyen bombas atómicas como el libro de ¿memorias? de alguien que ha perdido por completo el oremus como el príncipe Enrique de Inglaterra. Con un tocho en las librerías de todo el mundo desde ayer, pero con pinta de haber leído pocos libros en su vida, no parece aventurado concluir que el segundogénito del rey Carlos III, el repuesto (Spare), no se ha asomado nunca a las páginas de la célebre obra del gran teórico de la monarquía, Walter Bagehot, quien en su Espejo de Príncipes dejó apuntadas un buen puñado de lecciones básicas que no han perdido un ápice de validez. En el caso que nos ocupa, qué elocuente sigue siendo eso de que la corona puede mantenerse «escondida como un misterio» o «pasearse como en un desfile», pero en todo caso sin «tocarla demasiado» para que no se rompa el «encantamiento» que ejerce sobre todo el que la mira.
El duque de Sussex arrastra en su descenso a los infiernos a la institución que de algún modo aún encarna a una insoportable vulgarización. El morboso menudeo de confidencias, acusaciones gratuitas, disparatados ataques y sonrojantes revelaciones (su mayor preocupación en la boda del siglo, esto es, en la de su hermano Guillermo con Kate Middleton es que aún tenía su pene congelado, y así todo…) es tan benéfico para la cuenta corriente de Harry y Meghan como demoledor para una institución que puede soportarlo prácticamente todo, menos ser despojada por completo de su misterio. Hoy la Corona británica ha perdido muchas arrobas de ese imprescindible encantamiento. Estamos ante un personaje que ha decidido que sus demonios interiores protagonicen uno de los más mediáticos ajustes de cuentas contra todo y contra todos que se recuerdan. No quiso ser el repuesto de la Corona; ha preferido ser Paquirrín. Pero la monarquía no puede ser Cantora.