El Rey acertó al no honrar un símbolo que causa división entre los colombianos, cuya Constitución sólo reconoce la bandera, el escudo y el himno nacional
NotMid 10/08/2022
OPINIÓN
La decisión del nuevo presidente de Colombia, Gustavo Petro, de incluir -de forma repentina y sin comunicarlo previamente a los mandatarios asistentes- la espada de Simón Bolívar en el desfile ceremonial de su toma de posesión es un preocupante presagio sobre el rumbo del liderazgo que pretende ejercer sobre una nación ya suficientemente fracturada por las desigualdades sociales, la pobreza extrema, la corrupción y el retorno a la violencia. Lejos de aprovechar la ocasión para reivindicar el imprescindible espíritu de consenso que Colombia necesita para afrontar tales retos de futuro, Petro reclamó un lugar destacado para el sable de Bolívar, un elemento que no solo no forma parte de la parafernalia institucional sino que con su extemporánea presencia en la ceremonia adquirió el valor de una inquietante declaración de intenciones: la espada fue robada en 1974 por la guerrilla urbana M-19, a la que perteneció el ahora presidente, y sirvió de inspiración para sus correligionarios guerrilleros en su sangrienta lucha armada, cosechando así la categoría de símbolo contra «los explotadores del pueblo» y contra «el imperialismo español».
Hizo bien Felipe VI al no honrar un símbolo que causa profunda división entre los colombianos, cuya Constitución solo reconoce como emblemas del Estado «la bandera, el escudo y el himno nacional». El Rey, con más de 70 tomas de posesión y traspasos de poder en su haber, actuó con la prudencia de quien tiene interiorizado el carácter institucional de su presencia como representante del Estado español, obligado -por tanto- a expresarse en gestos y palabras con la más cuidada neutralidad. Su decisión de permanecer sentado ante el sable de Simón Bolívar evidencia su profundo conocimiento de la Historia de los distintos procesos de descolonización de los países de América Latina, con sus luces y sus sombras. Su actitud ejemplifica la prevalencia de la institucionalidad del acto frente al espectáculo populista y segregador pretendido por Petro y devenido, en cierta medida, en un homenaje a la guerrilla en la que militó.
Tras este innecesario episodio, corresponde ahora al nuevo presidente colombiano despejar con hechos las dudas sobre la verdadera orientación de su Gobierno, sobre el que sobrevuela la incertidumbre de si prevalecerá el carácter socialdemócrata que garantice el respeto a la consolidada institucionalidad del país, o si se deslizará por la peligrosa vertiente de las dictaduras del eje bolivariano que asolan el desarrollo democrático y la prosperidad económica del subcontinente. Lo que está en juego es el futuro mismo de la democracia en Colombia.
En nuestro país, Podemos ha dado muestras, una vez más, de deslealtad política al Gobierno del que forma parte, apuntalándose como los catalizadores de un inconsistente revisionismo histórico y del rechazo al Jefe del Estado en Latinoamérica. Nada nuevo.