Ningún lugar tiene tanta presión turística como la octava isla canaria, vieja utopía perdida. «En las fiestas, la isla está absolutamente saturada. Los alojamientos están reservados con dos años de antelación», dice el cura
NotMid 14/07/2023
Estilo de vida
Aurelio va vestido con vaqueros largos, zapatos marrones de cordones y un polo azul con el logo PdH. Impecable. A simple vista, es fácil reconocerlo como el único pasajero en el catamarán de las 10.00, Órzola-Caleta de Sebo, que no es un turista. Cuando el barco dobla la Punta Fariones y navega en paralelo a la costa de Lanzarote, que a esa altura es un acantilado de piedra negra imponente, señala una mancha verde en la pared natural: «¿Ve eso? Esa poca vegetación está ahí porque es el sitio de una fuente de agua subterránea que abastecía a La Graciosa. Las mujeres venían en sus chalupas, subían hasta ahí como podían y llenaban de agua sus garrafas. Ahora la fuente está descuidada y ya no mana pero sin esa agua nadie habría podido vivir en La Graciosa».
La historia de la fuente sirve para imaginar un pasado no tan lejano en el que la isla de La Graciosa debía de ser algo bastante parecido a la Stromboli de Rossellini, apenas sin volcán que estallara y sin Ingrid Bergman: un lugar aislado de todo, bellísimo y hostil, que obligaba a sus habitantes a vivir en una precariedad absoluta. «Yo llegué hace 40 años porque conocía a gente de La Graciosa de jugar a la bola [una variedad canaria de la petanca] en Haría [al norte de Lanzarote]. Me invitaron a visitarlos algún fin de semana, me gustó aquello y me hice una casa para las vacaciones», cuenta Aurelio. «No había luz, no había agua, no había teléfono… El primer teléfono lo pusieron en una cantina que había en el muelle. Luego pusieron un generador eléctrico, luego una depuradora de agua y entonces empezaron a llegar algunos hippies, pero tardaron, no se crea. Hoy, alquilo una parte de la casa pero sólo lo hago seis o siete días al mes, lo justo para que la casa pague sus impuestos. Si quisiera, la tendría alquilada siempre porque hay turistas para aburrir. No sé si se nos ha ido un poco de las manos esto, supongo que sí».
La Graciosa es hoy el territorio con más presión turística de España. Sus 700 habitantes reciben a 300.000 visitantes al año, 428 por vecino, aunque la mayoría de ellos son excursionistas que vuelven a Lanzarote sin pasar noche. ¿Qué les ofrece la isla? Más o menos, todas las comodidades y las banalidades del turismo contemporáneo: restaurantes de pescado buenos y normales, pizzerías, un bar que abre de noche y que es algo muy parecido a un pub, una terraza con sofás blancos sobre la arena, supermercados pequeños, bazares que venden protector solar y toallas, bicicletas y bicicletas eléctricas en alquiler, rutas en jeep y en zódiac, excursiones en yate, bautismos en el buceo, un ambulatorio, casitas de cal de arquitectura popular que se alquilan por noches, tres o cuatro bungalows más lujosos al estilo César Manrique, y una bonita construcción de adobe llamada La Casa de los Ingleses», que construyeron con sus manos unos profesores de Oxford llegados a La Graciosa para pasar el duelo de la muerte de sus hijos.
Y, por supuesto, la isla ofrece también algunas playas plácidas y pintorescas, que cualquiera calificaría como paradisiacas, instagrameables. Pero eso importa menos que la aspereza de la tierra y del mar. En la costa norte de la isla, el baño no está recomendado porque el mar es temible. No hay casas, ni árboles, no hay sombras ni resquicios de ningún tipo que atenúen la brutalidad de la naturaleza. Lo mejor de La Graciosa no son sus rincones bonitos sino la manera que tiene de poner a prueba al alma humana. La Graciosa parece una obra de land art, a pesar de los 300.000 visitantes anuales.
«Cuando te pilla temporal en La Graciosa es impresionante. Una tiene la sensación de que la isla entera va a salir volando», cuenta Sagrario Martínez Berriel, profesora de la Universidad de Salamanca. Martínez Berriel llegó a la isla a finales de los años 80 para hacer un estudio antropológico de aquella comunidad, entonces de 150 personas.
La historia de aquella gente es igual de conmovedora que su tierra. Un resumen: La Graciosa fue la primera tierra canaria en la que fondearon los conquistadores de la Corona de Castilla en 1402. Durante los siguientes 500 años, la isla estuvo más o menos abandonada aunque no del todo: los vecinos lanzaroteños utilizaban La Graciosa como una dehesa en la que pastaba su ganado cuando había escasez de comida en Lanzarote y en la que cazaban conejos y atrapaban pardelas. La presión no debió de ser pequeña porque la isla se desertizó durante ese tiempo.
A mitad del siglo XIX, en un periodo de sequías, la economía canaria empezó a girar desde la agricultura y la ganadería hacia la pesca. Seis o siete familias de Lanzarote cruzaron entonces el estrecho que separaba su isla de La Graciosa y fundaron el poblado de Caleta de Sebo como base pesquera y factoría de salazones. Iniciativas parecidas se dieron por toda la costa canaria y en varios puntos de la cercana Mauritania. En los siguientes años, Caleta de Sebo atrajo incluso a empresas bien capitalizadas que quisieron dar impulso a la economía del islote pero que fracasaron una tras otra. La última de ellas, Gali&Cía, quebró en 1891 y dejó en la isla a sus empleados/colonos que, desde ese momento, se convirtieron en cooperativistas y ciudadanos de una sociedad casi utópica: radicalmente igualitaria, en íntima convivencia con la naturaleza y matriarcal.
«Los hombres embarcaban y las mujeres se quedaban. Marisqueaban, reparaban las redes, viajaban hasta Lanzarote para conseguir agua y subían el risco hasta Haría para vender su pescado y para intercambiarlo por lo que fuera que necesitasen. Parían y cuidaban de sus casas y de sus familias… Eran las que tomaban las decisiones. Cuando yo llegué a La Graciosa, todavía había una especie de jefa informal del pueblo, una mujer que se llamaba Margarona. Me acuerdo porque nunca había oído ese nombre», recuerda Martínez Berriel. Margarona, en realidad, se llama Margarita Páez y sigue viva, aunque apenas sale ya de una casita blanca de carpinterías verdes. «También me acuerdo de un ATS vasco que cayó por allí, se llamaba Patxi. Y de un hippie de Lanzarote que se llamaba Ginés y que puso un negocio de alquiler de bicicletas. Había dos profesores en la escuela que estaban como locos por irse y unas monjas. Y el habla era distinta, había una tendencia a acabar las palabras en -i que no he encontrado en ninguna otra isla».
¿Eran pobres aquellas gentes? Sí y no. «De los gracioseros siempre se ha dicho que tienen dinero guardado», cuenta con un guiño Aurelio, el hombre del polo azul en el catamarán. Los gracioseros de los viejos tiempos eran pobres porque vivían una vida agotadoramente laboriosa y muy precaria en lo material. Pero los marineros traían buenos sueldos a casa y no tenían casi nada en qué gastar el dinero. Aquel capital guardado bajo el colchón fue el origen de la industria del turismo graciosero.
«En la isla hay algún caso de pobreza, no muchos pero sí suficientemente graves como para que hayan actuado los servicios sociales», cuenta Don Norberto, el cura de Haría que canta la misa en La Graciosa todos los domingos y pasa esa noche en la isla todas las semanas. Y Gloria Cabrera, profesora de la Universidad de La Laguna, explica que la transformación de la isla, de pueblito pesquero a resort lírico, ha estratificado radicalmente la antigua sociedad igualitaria. Algunos gracioseros, explica Cabrera, se convirtieron en millonarios gracias a los servicios de transportes y al turismo y ampliaron sus negocios con socios dudosos, como la familia de Teodoro Obiang. Otros vecinos de siempre, envejecidos, se convirtieron en jubilados de clase media, enriquecidos gracias al alquiler turístico de sus casas. Y por debajo quedó la masa del nuevo proletariado graciosero, los quinientos y pico habitantes que la isla ha ganado en las últimas décadas y que llegaron desde lugares insospechados para ganarse la vida.
Una de esas personas es Fiamma, una uruguaya que debe de tener 25 años y que atiende en un negocio de alquiler de bicicletas. Llegó para hacer una sustitución un fin de semana y lleva dos años en la isla. Es amable, se mueve perezosamente y parece llevar eso que se suele llamar una vida de despojamiento. «En invierno es un poquito solitario esto; el resto del año está bien, muy tranquilo». A Fiamma la acompaña Lucía, lanzaroteña, un poco más joven, que anda por aquí porque su novio es graciosero. ¿Cuánto les pagarán? El trasiego de bicicletas es constante y los precios no son tan bajos. Llevarse una bicicleta eléctrica cuesta 25 euros.
-¿No me das candado?
-No, no hace falta, aquí no hay robos-, explica Fiamma.
En La Graciosa no hay delincuencia. Ninguna. «Ni conflictos importantes, que yo recuerde», cuenta Don Norberto, el cura. Pero Aurelio dice que a la isla le falta vigilancia, porque solo tiene un guardia y en momentos concretos, en las fiestas del Carmen, por ejemplo, no da abasto para mantener el orden. «En las fiestas, la isla sí que está absolutamente saturada. Los alojamientos están reservados con dos años de antelación», cuenta Don Norberto, el cura. La basura, en esos picos, también es un problema grave. David, Pedro y Carlos son parte de la cuadrilla que todos los días viaja desde Lanzarote para limpiar La Graciosa. Antes de comer, tienen su faena terminada y no parecen terriblemente agobiados. «Sobre todo, quitamos la arena de las avenidas», explican. La palabra avenida suena muy graciosa y un poco hiperbólica en Caleta de Sebo.
Las carreteras de La Graciosa son pistas de tierra. El tráfico constante de los jeeps turísticos (llegados sin permisos claros) las ha deteriorado de modo que en muchos puntos es penoso pedalear por ellas. La bicicleta vibra horriblemente porque los neumáticos de los coches han creado una ondulación constante. En La Graciosa, a menudo, es difícil evitar el tópico del turista que lamenta el turismo, que le reprocha haber acabado con un pasado idealizado y más verdadero. «Que no se nos olvide que ninguno de nosotros querría vivir como se vivía en La Graciosa hace 40 años, por mucha pena que nos dé todo lo que se ha perdido en este cambio», dice Martínez Berriel. ¿Quién querría ser Ingrid Bergman en Stromboli, por muy inolvidable que fuese la película?
Agencias