EEUU, que presume de su espíritu joven frente a Europa, está gobernada por políticos de avanzada edad que protagonizan episodios que dejan en evidencia su pérdida de facultades
NotMid 02/09/2023
USA en español
Era una rueda de prensa como cualquier otra, en la sede de la Cámara de Comercio de Kentucky en el pueblo de Covington, en ese estado. El líder de la oposición republicana en el Senado, Mitch McConnell, estaba respondiendo a las preguntas de los periodistas cuando uno le preguntó si se va a presentar a la reelección en el año 2026, cuando tendrá 84 años.
McConnell nunca respondió. Se quedó durante 35 segundos en silencio, con la mirada perdida. Cuando una colaboradora suya se le acercó y se la repitió, ni siquiera pestañeó. Hasta que, pasado más de medio minuto, recuperó la palabra.
El incidente tuvo lugar el miércoles. Pero ya había sucedido el 26 de julio, en un escenario más complicado: el Congreso de Estados Unidos. Allí, flanqueado por varios de sus colegas senadores, McConnell se quedó tras el podio sin habla, con una expresión absolutamente vacía, durante 20 segundos, hasta que los propios legisladores, después de intercambiar una serie de aterrorizadas miradas, se lo llevaron agarrándolo del brazo. Regresó a los pocos minutos, en perfecto estado, y la rueda de prensa continuó.
Los incidentes de McConnell son algo más que una anécdota. Constituyen una señal más de que Estados Unidos corre el peligro de convertirse en una gerontocracia. El país que se precia de su carácter innovador e iconoclasta, que alardea de su juventud frente a la vieja Europa, está gobernada por ancianos. Nada mejor que el Senado para demostrarlo: la edad media de los estadounidenses es de 38 años; la de los senadores, 65.
Cuando se examina la edad de las principales figuras políticas estadounidenses, se tiene la impresión de estar mirando un libro sobre los líderes de la Unión Soviética en los años ochenta. El presidente, Joe Biden, tiene 81 años. Su predecesor en la Casa Blanca – y, casi con total certeza, su rival en las elecciones del año que viene – Donald Trump, 77. Hasta hace nueve meses, la presidencia de la Cámara de Representantes era ostentada por Nancy Pelosi, que cumplió 83 años en marzo. El líder de los demócratas en el Senado, Chuck Schumer, es casi un bebé comparado con todos esos compañeros de fatigas políticas: en noviembre cumplirá 73 años.
Los líderes de la mayor potencia mundial ya han sobrepasado, con creces, la edad de jubilación. Y eso es un problema, porque la política de altos vuelos exige horarios brutales, reuniones eternas, viajes constantes, y la capacidad de absorber ideas y conceptos de manera inmediata, así que la pérdida de facultades que se produce con la edad no es algo menor. Claro que a los votantes la edad de los políticos parece no importarles absolutamente nada. El senador republicano Chuck Grassley, de Iowa, fue reelegido a sus 89 años en noviembre pasado para otro mandato de seis. Schumer, Pelosi, y McConnell tienen sus puestos más que garantizados.
Reemplazar a los líderes en EEUU no es fácil, en parte por el tremendo poder e influencia que acumulan, que hace, por ejemplo, que la principal causa por la que se deja el Senado no es perder las elecciones, sino la decisión de renunciar al cargo voluntariamente. A eso se suma la polarización política, que hace que los votantes apoyen a los candidatos de su partido sin que les importe su estado mental. Así es como el demócrata John Fetterman ganó las elecciones a senador por Pennsylvania en noviembre a pesar de haber sufrido un ictus seis meses antes que limitó, incluso en los debates electorales, su capacidad de para hablar y para entender lo que le decían. Ya en 2017 – cuando solo tenía 84 años – Grassley publicó una serie de ‘tuits’ sobre una paloma con una anilla de colombofilia que se había encontrado en su casa y con un posible ciervo (nunca quedó muy claro) que algún coche había atropellado en una carretera de Iowa que no tenían ni pies ni cabeza
Aparte, está el hecho de que a nadie le gusta dejar el poder. El caso más evidente es el de la senadora demócrata por California Dianne Feinstein, de 90 años, que pasó un mes hospitalizada este año por un herpes zóster que le afectó al cerebro. Desde su vuelta al Senado, Feinstein está en silla de ruedas, rodeada por un equipo de asesores que lidera la hija de Pelosi y que no permite a ningún periodista acercarse a ella. La renuencia de los demócratas a que Feinstein hable es lógica. La senadora no recuerda que tuvo la enfermedad o que estuvo hospitalizada y se niega a dimitir. Pero su presencia en el Senado es clave, porque forma parte del Comité Judicial, que ratifica a los jueces federales propuestos por Biden. Si Feinstein se ausenta, hay empate en el Comité, así que, literalmente, hay que tenerla allí, pese a que existan dudas de que sepa lo que está votando. Ya en junio, las cámaras de television captaron a un asesor de Feisntein acercándosele por detrás y diciéndole: “Usted vote ‘sí'”.
Feinstein, Fetterman, y Grassley son casos extremos. Pero hay otros que van por ese camino. McConnell, que tiene un largo historial de caídas, se partió una costilla y sufrió una conmoción cerebral en marzo que le impidió ir al Senado durante cinco semanas. Las metedoras de pata de Joe Biden, que confunde Ucrania con Irak o se olvida del nombre del primer ministro australiano – “el chaval de ahí abajo”, dijo con su campechanía habitual – cuando está anunciando un acuerdo nuclear con ese país darían para una enciclopedia. Esos errores son explotados por Trump, que tampoco está para dar lecciones, despues de tuitear sobre el mítico e inexistente país africano de “Nambia” (¿una federación de Namibia y Zambia?), confundir “naranjas” (“oranges”) con “orígenes” (“origins”) varias veces en la misma conversación, y mezclar el nombre de los directivos y de las empresas que dirigen (“Marillyn Lockheed” en referencia a Marillyn Hewson, la consejera delegada de Lockheed Martin, y “Tim Apple” para hablar de Tim Cook, de Apple).
Así pues, la gerontocracia política estadounidense parece firmemente establecida. El próximo episodio será algún político que imite al Cid, y gane unas elecciones después de muerto.
Agencias