NotMid 02/08/2023
OPINIÓN
IÑAKI ELLAKURÍA
En algunos barrios de Barcelona, como el Guinardó o el Clot, donde todavía viven, entre pisos turísticos, okupas y nueva inmigración, los últimos representantes de la marea de personas que en las décadas de los 60 y 70 llegaron a la ciudad procedentes de otras partes de España, es posible encontrarse al anochecer veraniego grupos de ancianos sentados en bancos o en sillas de playa que bajan de sus domicilios para tomar la fresca y hablar de todo un poco. Una costumbre que transportaron consigo desde sus pueblos de Aragón, Andalucía, Murcia, Extremadura o Galicia, y que es uno de los últimos anclajes con el pasado de una Barcelona cada vez más vulgar y franquiciada que en la última década ha cambiado de piel y de alma.
A falta de las tertulias de café por falta de cafeterías -sustituidas por cadenas cuyos clónicos locales recrean la plastificada estética del aeropuerto y que te sirven el café y el cruasán a seis euros con una bandejita como advertencia de que, mejor, te largues pronto-, estas reuniones vecinales al alba son una gran fuente de información sobre lo que pasa en los barrios. Vale la pena, pues, parar la oreja.
Gracias a unas abuelitas en sus sillas de reinas, he descubierto la existencia de un nuevo barraquismo, muy diferente al que afloró frente a las playas y las montañas que amurallan Barcelona y cuyos últimos vestigios fueron barridos antes de 1992 en una olímpica operación de limpieza. Las nuevas barracas, que no se ven y por lo tanto no molestan a la burguesía local, están en los bajos y antiguas porterías de muchos edificios. Pisos mal iluminados y peor ventilados que se alquilan por 500-700 euros -el alquiler medio en Barcelona ronda los 1.100 euros- y que suelen ser compartidos por varias familias.
Vidas del subsuelo que no tienen aún quien las escriba pero que son la historia de una España que se ha empobrecido de forma dramática. Basta con analizar algunos datos, como que el sueldo anual más frecuente es de 18.503 euros o que hay 1,7 millones de hogares en los que no pueden cubrir los gastos esenciales con su renta bruta anual, para comprender la tragedia española: unas clases medias y trabajadoras cada vez más pobres, pero con tatuajes, móvil y Netflix, y un Gobierno socialista que gestiona la miseria ganando voluntades al fomentar el empleo público -la última oferta fue de 30.000 nuevos empleos, por real decreto y a días del 23-J- y consagrando el subsidio como un derecho eterno.