Muchas más aportaciones, menos fondos de cohesión o agricultura para los receptores tradicionales, cambios en las prioridades y equilibrios, algunos de los principales desafíos que no se están explicando
NotMid 05/10/2023
ESPAÑA
La ampliación de la Unión Europea ha pasado en muy poco tiempo de tabú a certeza. Lo que antes de la invasión de Ucrania era impensable ahora se presenta como imparable. La pregunta ya no es si ocurrirá, sino cuándo, cómo y para quiénes. La cuestión se ha convertido de golpe, sin una reflexión masticada, en el primer punto de la agenda exterior, en el elefante en la habitación para la inevitable y urgente transformación interior y en el elemento sobre el que orbitan el resto de discusiones relevantes. Y la ampliación será, indiscutiblemente también, el tema de fondo de la reunión de la llamada Comunidad Política Europea que tendrá lugar hoy en Granada, con la participación de los 27 jefes de Estado y de Gobierno de la UE y de otros 22 vecinos, amigos, socios y ex socios. Sin embargo, y paradójicamente, hay un debate todavía ausente, el punto más crítico y delicada, el tema que debería ser la prioridad absoluta y que está siendo rebajado, apartado o pospuesto por su sensibilidad y el momento: los enormes costes, riesgos, peligros y consecuencias que tendría una ampliación exprés, para el conjunto, pero también para España y el resto individualmente.
Una ampliación tiene muchísimas aristas. Las últimas fueron la de 10 países en 2004, la de Bulgaria y Rumanía en 2007 y la de Croacia en 2013. En Bruselas y las capitales ha arrancado, tibia y todavía discretamente, la reflexión sobre qué debe hacer la UE antes de aceptar a nadie más. Hay consenso absoluto entre políticos, diplomáticos, funcionarios y expertos en que añadir miembros sin reformar antes sería un suicidio. Hace unos días, 12 expertos convocados por los gobiernos de Francia y Alemania presentaron su esperado informe sobre la hoja de ruta necesaria, y se ha convertido en la base para la discusión. La tarea es descomunal e implica desde transformar el Presupuesto de arriba abajo a eliminar en todo lo que sea posible el proceso de toma de decisiones por unanimidad. Si ya a 27 hace muy inoperante a la Unión, sería imposible con más de 30 gobiernos con capacidad de veto constante. Pero también debería mirarse la composición de la Comisión, los poderes de la Eurocámara, los mecanismos de aplicación de Estado de Derecho, las relaciones con los vecinos, etc. Es un desafío ingente, se abra o no el melón de reformar los Tratados. Pero no es el único.
Hay una segunda derivada que está siendo obviada, minimizada, ignorada por la presión de los tiempos, porque nadie quiere parecer el ogro, egoísta, ir contra la corriente. Hasta la invasión rusa el consenso entre los 27 es que no habría más ampliaciones en una generación, por lo menos. Los más veteranos salieron escaldados de las últimas incorporaciones, sobre todo tras los choques constantes con Polonia y Hungría, y no querían ni oír de la posibilidad de repetir la jugada. Ahora todo ha cambiado. La amenaza sobre Ucrania Georgia y Moldavia al principio cambió el chip de los Bálticos o de Polonia. Los más cercanos a los Balcanes siempre habían querido que se tuviera en cuenta a Albania, o Macedonia del Norte y los que llevan lustros llamando a la puerta, y aprovecharon la ocasión para insistir. Pero algo más ha pasado en el último año.
CAMBIO DE COSMOVISIÓN
La cosmovisión ha cambiado en París, Berlín o La Haya, que eran los más reacios. Han pasado a pensar que la ampliación no es un riesgo sino que no hacerla es lo que pondría en peligro a la Unión. Han asumido que no hay grises y que si Ucrania, Georgia o Moldavia no entran en la UE acabarán bajo el paraguas o más bien el yugo de Moscú. Ya no valen términos medios. La Comunidad Política Europea, que reúne cada seis meses a los líderes de miembros y aspirantes, se concibió como paso intermedio porque la entrada era una quimera, pero ahora ha cobrado otro significado. La única respuesta posible, cree ya la mayoría en la UE (o al menos eso dicen en público), es abrir las puertas lo antes posible. Con todas las garantías posibles, con los criterios de siempre (llamados de Copenhague), pero con otra mentalidad. Ya no es una posibilidad si los vecinos se esfuerzan mucho, sino que es nuestra obligación hacer todo lo posible para ayudar a que ocurra en cuestión de pocos años.
“Todos entendemos tras la guerra de Rusia que es mucho mejor para la UE ampliarse. Estaremos más seguros con estos países, aunque no subestimo los obstáculos”, ha asegurado estos días el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel. El primero este verano se atrevió a poner una fecha para los ingresos: 2030.
Lo que no se está tratando en público, y no lo suficiente en privado, con las consecuencias de esa ampliación, sus costes económicos, políticos y sociales. El impacto que tendrá en los ciudadanos, en los presupuestos nacionales, en las prioridades comunitarias, en el equilibrio de fuerzas. En el Estado de Derecho, la cohesión social, los debates migratorios, la libre circulación. Los esfuerzos que exigirá tanto a los que entran como a los que pasarán de ser receptores de fondos a contribuyentes. Nadie quiere lanzarse porque hay una competición, entre los líderes de las instituciones de Bruselas y los gobiernos nacionales, por ser el más entusiasta. Pero privar a los ciudadanos, a los votantes, de la información es una bomba de relojería.
Un estudio de la secretaría general del Consejo de la UE, adelantado este miércoles por Financial Times, empieza a poner algunas cifras sobre la mesa. El coste de la entrada de los tres vecinos de Rusia y los seis aspirantes balcánicos superaría el cuarto de billón de euros. Sólo Ucrania, el granero de Europa, se llevaría a lo largo del ciclo del marco Financiero Plurianual, que tendría que aumentar hasta casi 1.5 billones, unos 186.000 millones de euros. Los reajustes supondrían recortar las ayudas agrícolas en un 20%, y países como España que ahora son receptores se convertirían en contribuyentes netos. República Checa, Estonia, Lituania, Eslovenia, Chipre o Malta verían también cómo se cierra el grifo de los Fondos de Cohesión.
Cifras que casi nadie puede aceptar. Pero no es sólo dinero. La entrada de nueve países dejaría todavía más en la periferia a España o Portugal, por ejemplo. El Sahel o América Latina, que nunca han sido grandes prioridades reales, quedarían todavía más en segundo plano para los 36. El foco se iría aún más al Este, al Cáucaso, a los Balcanes. Un giro con consecuencias reales, inmediatas, y que muchos gobiernos, llevados por el entusiasmo o la presión de grupo, parecen estar minusvalorando a medio y largo plazo.
En el Este, en vecinos como Polonia, ya se han notado los efectos de la política de apoyo total a Kiev y han empezado las quejas de agricultores y empresarios, que han llevado al Gobierno a dar un giro drástico antes de las elecciones. Lo mismo ha pasado con granjeros de Bulgaria, Rumanía y sus vecinos. Y eso siendo Ucrania un país tercero. Son seis o nueve países entrando en unos pocos años, alterando los equilibrios que ha llevado décadas levantar precariamente. Cuando se toque el bolsillo, se tenga que cambiar la forma de trabajar y de representar los intereses y los que ahora se beneficien tengan que empezar a aportar más habrá una reacción. No es motivo para no dar el paso, pero sí para asumir que toda acción tiene un precio y consecuencias, que hay que explicarlo y prepararse para el impacto. Algo que no se está haciendo fiándolo todo a Dios o la providencia.
Agencias