Esta medida atenta contra la seguridad jurídica, la igualdad y la independencia judicial
NotMid 16/11/2023
OPINIÓN
JORGE RODRÍGUEZ ZAPATA PÉREZ
En los últimos meses, los medios de propaganda oficial han venido repitiendo de forma machacona la palabreja desjudicializar, con la que pretendían ablandar a la opinión pública para que aceptara que se conceda una amnistía de los delitos cometidos por políticos en los sucesos motivados por el intento de secesión de Cataluña en 2017. En uno de los compromisos acordados para obtener el voto de los siete secesionistas catalanes de derechas, decisivos para lograr la investidura de lo que Pedro Sánchez califica como un «Gobierno de progreso», aclaran sus firmantes que han traducido ese desjudicializar con el término lawfare, muy querido en Venezuela, Argentina, Brasil o Bolivia por el neomarxismo sudamericano, y que ya había empezado a usar en España una de sus formaciones afines.
En la extensa exposición de motivos -en realidad, técnicamente es un preámbulo- de la proposición de Ley de Amnistía que acabamos de conocer, no se contempla ni una sola vez la independencia judicial. Pero, en cambio, se aprecia la tendencia hacia ese lawfare en su parte más endeble, que es la que exagera ad nauseam las funciones de las Cortes Generales, en contra de lo que resulta del artículo 66.2 de la Constitución. Todo ello como justificación para hacer callar durante 12 años -del 1 de enero de 2012 al 13 de noviembre de 2023- las normas del llamado Código penal de la democracia. En la Constitución de 1978, la amnistía no puede corresponder a las Cortes Generales porque, conforme a su artículo 66.2, éstas sólo pueden ejercer la potestad legislativa del Estado, aprobar sus Presupuestos, controlar la acción del Gobierno «y las demás competencias que les atribuya la Constitución».
En un régimen de Constitución rígida, como es el de nuestra Constitución de 1978, el legislador -ya sea orgánico u ordinario; del Estado o de cualquier comunidad autónoma- sólo actúa dentro de los límites que le marca la Constitución y nada le autoriza a desautorizar una ley que, aprobada y entrada en vigor, ha accedido ya en forma ineludible en la reserva de jurisdicción de los tribunales (artículo 117.3 CE).
Así lo corroboran los debates constituyentes. La ponencia constitucional informó, el 17 de abril de 1978, de que todo lo referente en materia de las amnistías y de los indultos se trataría junto con el derecho de gracia (enmienda 744 del señor Lloréns Bargés, de UCD), y en esa materia se rechazó expresamente la enmienda 697 del Grupo Parlamentario Comunista, que proponía añadir que las Cortes Generales «adoptan las decisiones políticas fundamentales». Ese pequeño detalle ha escapado a los redactores de la proposición de Ley de Amnistía.
Entre las competencias tasadas que atribuye a las Cortes el artículo 66.2 de la CE no se incluye la de «amnistiar», que fue rechazada con las enmiendas 504 del Grupo Mixto (firmante: Raúl Morodo) y 744 de UCD (César Lloréns). Por eso, las ampulosas declaraciones del preámbulo de la proposición de Ley de Amnistía que afirman que la amnistía «es una facultad legislativa […] en el seno del Estado de Derecho» y que «forma parte del acto fundacional de la democracia española y se presenta como una facultad de las Cortes Generales» o como «un acto soberano de ésta» son inexactas e incorrectas constitucionalmente.
También lo son las referencias al Tribunal Constitucional y al Derecho supranacional y comparado. Nuestro Tribunal Constitucional declara hoy que la amnistía es una derogación retroactiva de leyes penales, por lo que comporta un régimen excepcional propio del periodo de la consolidación de nuevos valores en la transición de un régimen autoritario a otro democrático. Por eso se declaró inconstitucional, por contraria al principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), una ley de 1984 que intentó complementar nuestra amnistía de 1977 con un régimen laboral de imprescriptibilidad de acciones cuando ya regía la Constitución de 1978 (STC 147/1986, de 25 de noviembre, FJ 2 y Fallo). Eso es lo que dice el Tribunal Constitucional y no lo que le quiere hacer decir el preámbulo de la proposición.
Parece un sarcasmo, en fin, que la referencia a la amnistía de 1977 se haga en un texto -el de la Ley 20/2022, de Memoria Democrática- que, precisamente, la cuestiona. Carecen de relieve las referencias al caso Margu contra Croacia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos del 24 de mayo de 2014 o a la Justicia europea, para el problema constitucional español que se contempla, como resulta de una simple lectura atenta de los casos que se citan.
En una democracia constitucional no pueden existir -y no existen- funciones o potestades públicas si no están atribuidas por la propia Constitución y, además, con la precisión de en qué consisten, por quién se ejercen, con qué procedimiento y con qué límites. La estructura constitucional de nuestro Estado social y democrático de Derecho (artículo 1.1 CE) es compleja y está orientada a lograr el equilibrio político a través de los frenos y contrapesos que dimanan del principio de división de poderes. Así lo ha enseñado hasta ahora el Tribunal Constitucional (por todas, STC 124/2018, de 14 de noviembre).
Ningún poder se puede entrometer de facto en el ámbito de otro poder, ni ejercerse al margen de la Constitución, o sin que la misma lo permita. Viviremos en democracia en la medida en que todos los poderes constituidos -tanto del Estado como de cualquiera de las Comunidades Autónomas- actúen conforme a lo dispuesto en la Constitución, a la que todos deben su misma existencia jurídica. La Constitución es rígida, por lo que solo se puede modificar en una aplicación leal, limpia y completa de sus procedimientos de reforma (artículos 166 a 169 CE). Intentar cualquier otra vía constituiría una vía de hecho o un golpe de Estado.
El artículo 243 de la Constitución de Cádiz del 19 de marzo de 1812 -que también rigió en Sudamérica- declaraba ya que «ni las Cortes ni el Rey podrán ejercer en ningún caso las funciones judiciales, avocar causas pendientes, ni mandar abrir los juicios fenecidos». 200 años después sentimos resurgir el grito de ¡Viva la Pepa! Una institución de la enjundia de la amnistía tiene que estar prevista en forma expresa en la Constitución, porque se entromete en la reserva de jurisdicción que corresponde exclusivamente hoy -como en el Cádiz de 1812- a los juzgados y tribunales (artículo 117.3 CE), y atenta contra la seguridad jurídica, la independencia judicial, la igualdad y el Estado social y democrático de Derecho.
El Código Penal de una sociedad democrática está inspirado en el principio básico de la prohibición mínima y asegura, además, un arsenal de garantías procesales y constitucionales de defensa para el criminal que delinque. El Código penal de la democracia -que fue, por cierto, el que eliminó la amnistía- solo castiga conductas de extrema gravedad como el homicidio, la tortura, el robo, la corrupción o, en fin, atacar los fundamentos esenciales de la sociedad en la que se vive.
Por todo eso, la amnistía es una traición a la norma penal en una democracia. Una amnistía, por su propia naturaleza, decide olvidar e inaplicar una ley penal que está vigente; que estaba vigente en el momento en que se cometió el delito y que deberá seguir vigente tras el periodo que cubra la amnistía, si es que queremos seguir viviendo en democracia con paz y dignidad. La derogación retroactiva de las leyes penales esenciales solo para los actos de algunos -los amnistiados- implica privilegio, injusticia y desigualdad. Toda amnistía produce inseguridad y, cuando las normas penales son inseguras, nuestra libertad es insegura.
Amnistiar no es legislar, pese a lo que afirme machaconamente el preámbulo de la proposición de ley. La amnistía es el caballo de Troya que puede destruir nuestra Constitución.
Jorge Rodríguez-Zapata Pérez es profesor de Derecho Constitucional (UNED) y magistrado emérito del Tribunal Constitucional