Cumplió siempre con celo indeclinable las obligaciones de su representación simbólica, con políticos de distinto signo, hasta concitar el respeto unánime no ya de la sociedad británica sino del mundo entero
NotMid 09/09/2022
OPINIÓN
Resulta difícil calibrar en toda su dimensión histórica una figura tan gigantesca como la de Isabel II. De las bombas del Blitz en la Segunda Guerra Mundial a las turbulencias del Brexit, no ha habido testigo del siglo XX más privilegiado que ella. Suya es la marca del reinado más largo de la historia de Europa, solo por detrás del mismo Luis XIV, el Rey Sol, y a mucha distancia de la propia reina Victoria, que dio nombre a una era. El mundo llora hoy a la reina por antonomasia.
Isabel II ha despachado con 15 primeros ministros, empezando por Winston Churchill, que advirtió su temple excepcional desde la infancia. La lucha contra el nazismo, el desastre de Suez, la desintegración del Imperio británico, la guerra de las Malvinas o las campañas de sangre del IRA: su vida recorre los hitos más dramáticos del siglo pasado y algunos de la centuria presente. Todos esos graves instantes la encontraron siempre en su sitio, invariablemente consciente de su papel institucional, hasta el punto de que ella misma terminó por fundirse con el modelo ideal de la monarquía parlamentaria. El listón no parece superable, pero todos los regímenes monárquicos -como el nuestro- encontrarán en Isabel II un modelo infalible de conducta. Para saber cómo debe actuar un rey o una reina de una monarquía contemporánea, bastará preguntarse qué habría hecho ella.
Monarca constitucional de 15 países -jefa de Estado de potencias tan destacadas como Canadá o Australia- y cabeza de las 54 naciones que componen la Commonwealth, cumplió siempre con celo indeclinable las obligaciones de su representación simbólica, con políticos de distinto signo, hasta concitar el respeto unánime no ya de la sociedad británica sino del mundo entero. Su exquisito sentido de la neutralidad política la llevaba a confinar en la esfera íntima sus propias opiniones políticas o sus inclinaciones de carácter ante cualquier político elegido democráticamente por el pueblo, bien consciente de que el precio del privilegio real es la ejemplaridad constante.
Si atravesó -como cualquier ser humano- momentos de debilidad o zozobra íntima o matrimonial, jamás permitió que trascendieran, más allá de la aireada incomodidad que llegó a producirle la descomunal proyección mediática de Diana de Gales. Igualmente su prestigio individual fue el que sostuvo a la Corona cuando los escándalos sacudieron a su propia familia, en especial las acusaciones de pederastia contra su hijo el príncipe Andrés: no vaciló en apartarle de la Casa y retirarle títulos y agenda pública pese a que había sido su favorito. Esta pulcra e implacable conciencia de la primacía de la institución sobre cualquier otra consideración de carácter personal ha sido clave para mantener el extraordinario nivel de popularidad del que goza la Corona a izquierda y derecha del arco parlamentario británico.
Si ya es difícil reinar bien durante una década, cuánto más durante siete. Sobre todo cuando no fue criada para ese papel ni estaba llamada a desempeñar tan espinosa responsabilidad. Hay que recordar que Isabel Windsor hereda la Corona tras la muerte de su padre Jorge VI, que accedió sorpresivamente al trono por la abdicación de su hermano Eduardo VIII. Aquel trance crítico despertaría su excepcional sentido de Estado, y desde entonces ha debido pilotar a la familia real a través de profundos cambios históricos que han alterado por completo el mundo de ayer. De la descolonización a la globalización, de la posguerra a la revolución tecnológica, de la reserva aristocrática al exhibicionismo masivo, contra todas las crisis políticas, sociales, económicas y culturales se recortaba la figura discreta pero fija de Isabel II.
Es la hora de su paciente hijo Carlos, que accede al trono con 73 años. Ojalá que el ejemplo de su madre le sirva para guiar al Reino Unido por el proceloso siglo XXI con la misma certidumbre. Al fin y al cabo, no otra es la función de la monarquía en nuestro tiempo: ofrecer seguridad institucional por encima de los inciertos vaivenes de la historia.