El fuego que arrasó la capital histórica de Hawái se cebó con los menos favorecidos y dejó intactas muchas grandes mansiones. El reportero de Crónica visita el lugar y oye a los supervivientes. “Cuando me metí en el coche y vi el atasco comprendí que toda aquella gente moriría abrasada”
NotMid 20/08/2023
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«Cristo vino/Cristo vino/Y su pueblo se llevó/No hay remedio, no hay salida/Es la gran tribulación». El 8 de agosto por la tarde, la canción del cantante evangélico italo-venezolano Stanislao Marino le venía una y otra vez a la mente a Mario Ávalos. «Me la sé de memoria desde que la cantaba en la iglesia de niño. Trata sobre el fin del mundo, y no podía quitármela de la cabeza», recordaba el miércoles este salvadoreño de 51 años y rostro mestizo pese a su melena y barba, sentado en el comedor del centro de acogida de la Iglesia de los Santos de los últimos Días -o sea, los mormones- en Kahului que, con sus casi 25.000 habitantes, es la población más grande de la isla de Maui, en Hawái.
Así fue como Lahaina fue destruida hasta los cimientos el 8 y el 9 de agosto. Fue una combinación mortal. Por un lado, la furia de la naturaleza, bajo la forma de una sequía histórica y la cola del huracán Dora que, aunque estaba a 1.100 kilómetros de distancia, provocó vientos de 130 kilómetros por hora y una marejada en una isla, Maui, ya de por sí famosa por tener las olas más grandes y veloces del Pacífico. Por otro, la estupidez humana, que hizo que las autoridades se negaran a dar la señal de alarma, la policía cerrara la principal ruta de evacuación, y la empresa eléctrica Hawaiian Electric no interrumpiera el servicio a pesar de los postes y cables que se estaban viniendo abajo con chisporroteos que abrían nuevos focos del fuego.

La cerrazón de las autoridades continuó después del siniestro, cuando cerraron el acceso por tierra y mar a todo el norte de Maui. El lunes y el martes hubo encontronazos violentos entre la policía que impedía la entrada al pueblo y la gente que estaba allí, sin casa, sin agua potable, dependiendo para comer de ONGs como World Central Kitchen, fundada y dirigida por el español José Andrés, y, sobre todo, sin cobertura de teléfono móvil que les permitiera saber dónde estaban sus seres queridos, y si se encontraban vivos, desaparecidos, o muertos. El bloqueo disparó la picaresca. Un patrón de un barco pesquero prometió a ‘Crónica’ la entrada en secreto en Lahaina, burlando a la Guardia Costera que patrullaba el mar a la búsqueda de cadáveres, por 3.000 dólares (2.750 euros). Una residente de un pueblo cercano que no se había visto afectado por el incendio, pedía 500 dólares (460 euros) por meter al periodista escondido en el maletero del coche.
Sólo cuando el miércoles se levantaron parte de las restricciones, ‘Crónica’ pudo comprobar el efecto de esa acción combinada de obstinación burocrática y furia de la naturaleza. Lahaina, la capital histórica de Hawái y el mayor centro turístico de Maui, ha sido destruida para siempre, con unas pérdidas económicas de más de 5.000 millones de euros y algo que no tiene precio: 111 muertos y 1.300 desaparecidos. Uno de cada nueve habitantes de Lahaina podría no haber sobrevivido al Apocalipsis del 8 y 9 de agosto. Un Apocalipsis que la Madre Naturaleza, en su infinita sabiduría, reservó para los más pobres. Los cientos de sin techo y las familias de menos recursos han sido los más afectados. Los primeros, porque vivían en el centro del pueblo, que ha quedado totalmente aniquilado, y en las afueras, donde la hierba seca ardió como si fuera gasolina. Los segundos, porque vivían aglomerados en casas de madera de más de un siglo de antigüedad, porque no se podían permitir comprar propiedades en un pueblo en el que el precio de la vivienda estaba disparado.
El fuego se centró, con precisión quirúrgica, en los hogares de los 12.700 habitantes de la localidad, y perdonó las propiedades inmensas de los multimillonarios de Silicon Valley y de las estrellas de Hollywood que festonean Maui. El miércoles – el primer día que la policía levantó los controles en todo el norte de Maui y permitió la entrada en parte de Lahaina- el agua seguía cortada en las ruinas carbonizadas de la antigua capital del Reino de Hawái, pero los hoteles que están en el extremo norte del pueblo no sólo no habían recibido ni una chispa, sino que mantenían sus campos de golf tan cuidados que, más que jardinería, parecía que les habían hecho la manicura.
En las propiedades de los megamultimillonarios de Maui, entre los que están el segundo, cuarto y décimo empresarios más ricos del mundo –Jeff Bezos, Larry Ellison y Mark Zuckerberg, respectivamente-, la estrella de la televisión Oprah Winfrey, y el mito de Hollywood Clint Eastwood, no ha ardido ni una brizna de hierba. De los vecinos ilustres de Lahaina, sólo Mick Fleetwood, batería y colíder del grupo de pop que lleva su nombre, Fleetwood Mac, podría haber perdido algo: dos bocetos de Picasso que había dado en préstamo a la galería de arte del pueblo, de la que, al igual que del 80% de las edificaciones, sólo quedan las cenizas. Otros han tratado incluso de capitalizar la tragedia. Winfrey, que tiene su residencia oficial en Maui, se presentó el martes con un equipo de televisión en un refugio para que la filmaran mientras daba ayuda a los evacuados. Cuando las autoridades le explicaron que ella podía entrar, pero no así las cámaras, protestó, pero fue en vano. Las únicas imágenes de la entrevistadora más famosa de la televisión mundial dando almohadas a los evacuados de Lahaina son las que éstos quisieron grabar con sus móviles y colgar en redes sociales.

La crueldad de la catástrofe y el desastre de la respuesta han desatado todo tipo de teorías conspiratorias. Algunos atribuyen el incendio a rayos láser lanzados desde satélites y manejados por los judíos, una verdadera obsesión nacional en EEUU, sobre todo desde que la congresista de ultraderecha Marjorie Taylor Greene diera carta de validez a esa teoría hace dos años y medio. Los supervivientes de Lahaina, que prácticamente sin excepción tienen amigos y familiares muertos o desaparecidos, no ven conspiraciones para conquistar el mundo, sino para algo más mundano: el control, a precio de saldo, de unos terrenos inmobiliarios que valen, literalmente, su peso en oro.
Son ideaciones que se basan en interpretar lo que parece más bien incompetencia extrema. Por ejemplo, las Fuerzas Armadas estadounidenses no recibieron la orden de intervenir, pese a que a apenas una hora de vuelo del siniestro está una de las mayores bases aeronavales del mundo, la de Pearl Harbor. Tampoco se dio la alerta de huracanes. Y la policía cerró el acceso a la carretera principal de Lahaina, que entra desde el Este del pueblo, porque estaba siendo rodeada por las llamas pero, a cambio, obligó a la gente, que se amontonaba en los coches, a escapar por el paseo marítimo y luego por una sinuosa carretera secundaria. Hubo un atasco, y muchos murieron carbonizados en sus vehículos, en un infierno tan grande que un camión de bomberos enviado desde la vecina isla de Oahu tuvo que ser abandonado cuando su parabrisas se fundió, al igual que siguen fundidas las letras de las señalizaciones del paseo marítimo.
La gente no tuvo más remedio que tirarse al mar para huir del fuego. Pero era un mar azotado por olas propias de huracán, en el que sólo un nadador excepcional podría mantenerse a flote durante toda la noche hasta que el fuego remitió y llegaron los equipos de socorro. Un residente de Lahaina fue rescatado tras seis horas en el agua. Muchos no fueron capaces de aguantar tanto. Además, como a veces pasa en comunidades costeras, mucha gente del pueblo no sabía nadar.
Ése es el caso de David Rockett, alias Papa Rockett, que a sus 78 años no sabe nadar, pese a llevar a Lahaina desde 1963 y de haber vivido como patrón de su propio barco; que alquilaba a los turistas «de sitios fríos, como el Medio Oeste de EEUU o de Canadá, que venían aquí en invierno a disfrutar del calor». Mientras se tomaba un café en la terraza de una cafetería de la cadena Starbucks en Kahului el martes por la mañana, Rockett, que con su figura alta y espigada y su barba entrecana no aparentaba en modo alguno sus 78 años, relataba su vida profesional que es, también, la historia de una Lahaina que ha desaparecido para siempre.
«Primero los llevaba a pescar marlín, atún de aleta amarilla y dorada. Pero luego cambié a la observación de ballenas porque es un negocio mucho mejor. En mi barco podía llevar a seis pescadores durante todo un día, o entre 20 y 25 turistas para ver ballenas en tres o cuatro viajes diarios de dos horas», comentaba. En Lahaina, en invierno, se ve desde las casas a las 13.000 ballenas yubartas que cada año van a Maui a criar y a saltar fuera del agua , así que basta con poner el barco a pocos cientos de metros de la costa y esperar a que empiece el espectáculo.
Si Mario Ávalos vio el Apocalipsis, Rockett escapó por un milagro. «Me salvaron dos cosas. Una, que vivo en Lahaina desde hace 60 años, así que la conozco bien. Por eso, cuando entré con el coche en la calle que pasa junto al mar y vi que había un atasco total, me di cuenta de que toda aquella gente iba a morir abrasada, así que torcí a la izquierda y me metí por las calles. Las casas a derecha y a izquierda estaban ardiendo, había tanto humo que tenía que ir conduciendo con la puerta abierta para ver la línea de la mediana de la calle y tener cierta idea de por dónde iba», explicaba Rockett como si estuviera contando una anécdota intrascendente.

«Cuando ya estaba a punto de salir del pueblo, vi que un poste estaba a punto de caer y quedar atravesado en mitad de la calle, delante del coche. Pensé que era un hombre muerto. Con el poste atravesado el coche no podía cruzar, la calle era estrecha, las casas estaban ardiendo, el calor era espantoso y con toda aquella humareda no podía salir y tratar de escapar corriendo sin asfixiarme. Y entonces vi que una excavadora estaba sosteniendo el poste. Alguien la había puesto allí para impedir que el poste bloqueara la calle. El problema era que, con el fuego, la base del poste se estaba fundiendo y éste estaba derrumbándose. Así que metí gas a tope y aceleré. No sé si después de que yo pasara el poste se cayó del todo o no. Tampoco sé quién fue el operario de la excavadora que tuvo la sangre fría de dejarla allí para que la calle siguiera abierta. Espero que haya sobrevivido, y espero poder conocerle algún día y darle las gracias por haberme permitido vivir unos años más», comentaba el antiguo pescador reconvertido en guía turístico que, además, se retiró del negocio justo a tiempo. «Vendí el barco hace tres años. Fue toda una suerte porque, por lo que me han contado, muchas de las naves del puerto de Lahaina han ardido», añadía pensativo. Tras él, en la puerta del Starbucks, un cartel advertía que el establecimiento cerraba a las dos de la tarde «para que los empleados puedan ir a trabajar de voluntarios a los centros de acogida».
Ese mensaje era omnipresente en Kahului. Aunque sólo está a 38 kilómetros del pueblo destruido, allí no ha llegado la devastación. Sí lo han hecho miles de huidos de Lahaina, que han sido recibidos con una explosión de solidaridad de sus vecinos que ha paliado la indiferencia de los poderes públicos, de gran parte de los millonarios -no de todos, ya que Bezos ha anunciado que va a donar 90 millones de euros a las víctimas– y de Hawaiian Electric. A la puerta del centro de acogida en el que estaba Mario Álvares, y en el que los mormones habían levantado en una semana una estructura de habitaciones individuales con capacidad para 150 personas, había un cartel que estaba también presente en muchos otros lugares: «No aceptamos más donativos». La gente de Maui se ha volcado en la ayuda de Lahaina. En el pueblo de Napili, a apenas 10 kilómetros al norte del desastre, un strip mall-una especie de plaza, en la que sólo hay tiendas y supermercados, pero no viviendas- había por lo menos 30 metros de tenderetes con calzado y ropa para los refugiados.
Pero la organización que parecía atraer más a los que habían escapado era la ONG World Central Kitchen, fundada y dirigida por el cocinero de Mieres (Asturias) José Andrés. Con tres centros de distribución de alimentos en Napili, Kaanapali -otro pueblo muy cercano al desastre- y la propia Lahaina, World Central Kitchen está distribuyendo a diario unas 6.400 comidas con la ayuda del llamado Chef Hui, un colectivo de unos 30 cocineros de la isla. En una situación de caos como la que todavía está viviendo Maui, tener el apoyo de la gente es fundamental para que la ayuda humanitaria llegue. «Tenemos conductores de furgonetas que llevan las comidas y cuyos familiares están en Lahaina, voluntarios que conocen los pueblos y que saben dónde están los evacuados, y esos evacuados les cuentan además dónde están otros, y así sucesivamente», explicaban los directores de Activación y de Operaciones de Cocina, John Tarpey y Wendy Escobedo.
Joe Biden, que no interrumpió sus tardes de playa por la catástrofe, llegará hoy a Hawái -uno de los estados más demócratas de EEUU- para visitar Lahaina. Se encontrará un pueblo destruido, impregnado del olor a acre que emiten el plástico, la pintura y los productos químicos que recubren las casas, mientras los pocos residentes que circulaban por lo que había sido su pueblo trataban de entrar a ver los solares de lo que habían sido sus casas. Su Gobierno es uno de los responsables del desastre, aunque no el único. Hawaiian Electric estudia suspender pagos ante la avalancha de procesos legales que le van a caer por su increíble decisión de no suspender el servicio eléctrico en una infraestructura que se caía a pedazos en medio de una oleada de incendios con vientos de 130 kilómetros por hora. El director de la Agencia de Emergencias de Maui -el equivalente a Protección Civil en la isla- Herman Andaya, tuvo que dimitir el jueves después de declarar al periódico local The Maui News que las sirenas de alarmas estaban para tsunamis, no para incendios, así que la decisión de no hacerlas sonar cuando el fuego iba a asesinar a tal vez más de mil personas había sido correcta.
Pero nada de eso devolverá a la vida a los muertos. Ni recuperará el centro histórico de Lahania. Ni, probablemente, evitará una oleada de especulación inmobiliaria para millonarios que quieran ver desde el balcón a las ballenas saltar y a las tortugas salir a la playa a poner los huevos en la arena. Pero lo que tampoco parece que vaya a cambiar va a ser el espíritu de los habitantes de Maui, tanto de los que han sufrido la destrucción de todo como los que están ayudando a mitigar la tragedia. A sus 68 años, Michael, apodado el tío Mike, resumía mejor que nadie esa situación.

El tío Mike había sido rescatado por un amigo cuando llevaba vagando una noche y un día enteros por las calles de Lahaina, dando vueltas en círculos cada vez más pequeños, buscando en vano una salida en un laberinto de viento y fuego. Michael nació en Lahaina hace 68 años, y tiene sangre aborigen hawaiana, japonesa, china e irlandesa. Sus ancestros hawaianos, como otros muchos, malvendieron sus propiedades a los colonos y la familia acabó en la miseria. Él ha sido cocinero y, también, sin techo. Y en la madrugada del miércoles perdió todo lo que tenía: una habitación en un piso compartido. Pero, después de comer en el centro de acogida de los mormones, el tío Mike mostraba una filosofía existencial que no dejaba lugar a la tristeza: «Todavía tengo una vida; todavía puedo dar; y todavía puedo sentir la gratitud de todos los que se alegran de que esté vivo y de todos los que me ayudan para que siga estándolo»
Agencias