El cirujano de Mariupol: “Operamos bajo las bombas hasta el último paciente”
El pediatra ucraniano Olexander Martinsov relata el horror del asedio ruso a la ciudad portuaria
NotMid 12/03/2023
MUNDO
Después de varios días de trabajo al límite de sus fuerzas operando a decenas de civiles heridos en los bombardeos con instrumental para niños, el pediatra Olexander Martinsov sacó un rato para acercarse a su casa a visitar a su mujer. Aunque se había acostumbrado a ver los cadáveres de cientos de personas en el trayecto, que hacía a pie, una imagen se le atravesó como un mal presagio: un perro abandonado se comía el rostro de un muerto en medio de una avenida. Entonces, aunque Olexander posee una mente científica, sintió que algo había pasado.
Cuando llegó a su casa, último piso en un edificio de un barrio de aspecto soviético en Mariupol, vio de qué se trataba: las últimas plantas se encontraban en llamas por culpa de un bombardeo con cohetes incendiarios rusos. “Un vecino trató de huir de las llamas por el balcón y se tiró a la calle desde un séptimo piso. Le aconsejé que no lo hiciera pero estaba desesperado. Murió en el acto”, cuenta Olexander. Entonces trató de subir por las escaleras, porque el ascensor había dejado de funcionar semanas antes por culpa de la ausencia de electricidad. “Fue imposible. El incendio provocaba tal temperatura que no podías ni acercarte. Nunca he sentido tanta frustración al saber que mi mujer estaba quemándose viva dentro y que no podía ayudarla. Fueron momentos terribles”.
El doctor, con la voz a punto de quebrarse, retoma el relato, como si estuviera enfrentándose a las llamas de nuevo: “Me tumbé varios pisos abajo y esperé a que el propio fuego se consumiera. Tardó tres días en quemar todo lo que había, así que estuve esos tres días sin comer y sin beber nada. Cuando por fin pude subir las escaleras hasta nuestra casa, me encontré con que la puerta metálica se había fundido por la temperatura. Entonces, junto con otro vecino que había sobrevivido, tratamos de forzarla con todo lo que encontramos. Estuve otros dos días tratando de hacerlo hasta que lo conseguí”.
Olexander va añadiendo gestos a su memoria, como el de hacer palanca para abrir la puerta. “Cuando accedí a mi casa todo estaba carbonizado. Encontré los huesos de mi mujer sobre el somier metálico. Pensé que quizá había muerto en un instante al caer los proyectiles sobre la casa. Recogí los huesos con cuidado y me los llevé a un jardín para enterrarlos”. Es la última vez que Olexander entró en su casa. En ese momento volvió a su clínica pediátrica, ya convertida del todo en un hospital de guerra, para no regresar.
“Mariupol es el mayor de los crímenes rusos en Ucrania”, dice este pediatra de 65 años, hoy sin hospital, sin ciudad a la que volver pero sin ganas de jubilarse. “Nosotros en Mariupol estuvimos escuchando bombardeos durante años, porque el frente del Donbás estaba solo a unos kilómetros de nuestras casas, así que cuando comenzó la guerra el 24 de febrero y escuchamos las bombas rusas, ya estábamos acostumbrados al ruido”, cuenta. “Yo fui a trabajar como de costumbre. Enviamos a los niños más leves a casa y nos quedamos sólo con los graves, sobre todo los que tenían peritonitis, además de habilitar el refugio como quirófano con agua, electricidad gracias a un generador y medicinas”.
La electricidad fue lo primero que cayó en Mariupol, así que la gente comenzó a cocinar en los jardines haciendo fogatas. Fue entonces, según recuerda Olexander, cuando llegó el gran bombardeo del barrio central el día 6 de marzo: “Aprovecharon el momento en el que todo el mundo estaba en la calle para cocinar. Entonces empezaron a atacar las calles de la ciudad a plena luz del día. No dio tiempo a refugiarse. Fue un asesinato selectivo de civiles. A partir de las seis de la tarde los heridos fueron llegando a nuestro hospital infantil en un torrente que no cesaba. Con brazos arrancados, piernas, heridas de la cavidad abdominal. Era el horror. Y este flujo no se detuvo”, recuerda Olexander.
Desde aquel día las calles quedaron llenas de muertos. La gente tenía miedo de salir a recogerlos por miedo a morir también. Tampoco había manera de llegar al cementerio, que estaba en las afueras de la ciudad. Muchos los enterraron en los propios jardines. “Nos quedaba una ambulancia en uso que funcionaba las 24 horas del día, mientras que nosotros trabajábamos sin parar. Operamos en camillas, operamos en el suelo del quirófano, pusimos una camilla en el suelo y cosimos pequeñas heridas de esa manera. Lesiones más graves, por supuesto, en la mesa de operaciones bajo anestesia”, recuerda Olexander.
En aquel contexto de caos, asegura que lo más sensato que hicieron fue dedicar un equipo al diagnóstico militar de los heridos, algo que no existe en tiempos de paz. “Recuerdo ver las paredes del quirófano llenas de sangre. Al principio se nos murió gente por puro desconocimiento. Nos llegaban heridos que estaban conscientes y que se ponían a gritar por el dolor. Operábamos a esos primero, cuando en realidad el que está grave es el que no se queja porque llega inconsciente”.
Durante semanas operaron en esas condiciones, incluso después de la muerte de su mujer, con los rusos avanzando calle a calle y con la ciudad carbonizada a bombazos. “No nos dejamos a ningún paciente sin operar, e incluso seguimos operando cuando los invasores tomaron la clínica. Los pacientes colapsaban los pasillos y las salas del sótano. Como los rusos bombardearon la maternidad, nos trajeron a nosotros a muchos neonatos en incubadora. Después, el día 9, también bombardearon nuestra clínica. Recuerdo a un oficial ruso con el que tuve una conversación cuando llegaron. Me preguntó la razón de ese rechazo que estaban sufriendo por parte de los habitantes de la ciudad”. Olexander reproduce aquel diálogo.
– ¿Por qué no nos queréis aquí? Venimos a liberaros de los nazis.
– Habéis matado a mi mujer y a miles de personas aquí. Habéis destruido toda la ciudad. ¿De qué liberación me hablas?
Los cristales del hospital estaban rotos por las bombas, así que hacía frío en todo el recinto. Los médicos durmieron una media de dos a tres horas al día, a veces ni eso. “No sé cómo sobrevivimos. Lo esencial era sacar a los heridos del shock. Si no los sacas de ese shock se te mueren en plena operación, así que había que administrarles sedantes antes de meterlos en la mesa de operaciones”, afirma Olexander. “Salí el 17 de abril de allí hacia Rusia, la única ruta de escape posible, y aún tardé semanas en poder llegar de nuevo a Ucrania dando un largo rodeo por Europa”. Ahora vive en Kiev con su hija y mantiene un blog en instagram donde cuenta todo eso por dos razones: para que nadie pueda olvidarlo y para sacar de dentro sus propios demonios.
Agencias