Lebrija (que no Nebrija) se dedicó al movimiento de las palabras: del latín y del español
NotMid 18/04/2022
OPINIÓN
JUAN CLAUDIO DE RAMÓN
Este triduo pascual he aprovechado para remediar mi ignorancia acerca de la vida y obra de uno de nuestros grandes humanistas, Elio Antonio de Lebrija, de cuya muerte se hacen cinco siglos. No yerro: Nebrija es Lebrija. De la confusión entre el topónimo del municipio sevillano de Lebrija, lugar de su nacimiento, y el gentilicio que el gramático puso en el frontis de sus obras, Nebrissensis, brotó ese inexistente Nebrija. Errata en el apellido, colmo de un filólogo. Lo sé por la concisa biografía de Juan Gil (Athenaica) donde leemos que de las lápidas romanas de la Bética se agenció Antonio un praenomen de relumbrón, el de los Elios, familia de césares. La querencia por ennoblecer el linaje la supone Gil secuela del deseo de borrar huellas hebreas. Conjetura no probada, pero persuasiva.
Lo que es seguro es que Elio lamentó la expulsión de los judíos, en particular la de Abraham Zacut, matemático y astrónomo, colega suyo en la corte renacentista de Juan de Zúñiga. La cosmografía fue una de sus pasiones, pero en lugar de estudiar la traslación de los astros, Elio se dedicó al movimiento de las palabras: del latín (sus Introductiones latinae se llevaron por delante el nefando revoltijo sintáctico que pululaba en las aulas tras siglos de corrupción) y del español (su Gramática, dada a las prensas en 1492, es la primera de una lengua vulgar). No le parecía poca cosa, pues creía que la filología tenía jurisdicción sobre el resto de ciencias, que mal podían avanzar si no era con léxico exacto y pulcro: hizo un diccionario para juristas, otro para médicos, y más glosarios ideó que quedaron en el tintero.
De su mano, y en bodega de galeón, latín y romance viajaron al Nuevo Mundo. Hoy sabemos que la difusión del español en América se hizo siglos más tarde por otros caminos, pero tal era el empeño de Elio: enseñar la lengua. No le causaba «la fazienda de ultramar» los dilemas que a Cisneros, docto gobernante que le dio asilo en Alcalá, para que «leyese lo que él quisiese, y si no quisiese leer, que no leyese; y que esto no lo mandaba dar porque trabajase, sino por pagarle lo que le debía España». Le protegía así de los malsines que querían cancelar el Renacimiento español. Corto verano aquél, que Agustín Comotto cuenta y dibuja en su cómic Nebrija (Nórdica), también muy recomendable. A Elio cedo la última palabra: «Nunca dexé de pensar alguna manera por donde pudiese desbaratar la barbaria, por todas las partes de España tan ancha y luengamente derramada». Deseo que no debiera caducar.
Agencias