NotMid 21/01/2025
OPINIÓN
ANA PALACIO
La semana pasada, la noticia de que BlackRock, mayor gestor global de fondos (supera los 10 billones españoles –trillions– de dólares en activos), abandona el grupo Net Zero Asset Managers -creado con el mantra de «cero emisiones netas de gases de efecto invernadero antes de 2050»- evidencia una notable evolución de la comunidad financiera (asistimos a un vuelco similar con la retirada de la Net-Zero Banking Alliance protagonizada por los seis más relevantes bancos estadounidenses).
Pero es que Larry Fink, estrella polar de BlackRock, se había erigido, con bombo y platillo, en conciencia verde del dinero. La muy leída y comentada homilía anual que repica urbi et orbi («Dear CEO») correspondiente a 2020 era tajante: «el riesgo climático es riesgo de inversión». Y remataba, «cada gobierno, empresa y accionista tiene que hacer frente al cambio climático». 2020 era todavía el mundo de ayer. Ahora, 11 estados republicanos han denunciado a la empresa -junto a otros dos actores señeros, Vanguard y State Street- por perseguir una «agenda ambiental destructiva y politizada». La alta finanza acusa los movimientos sísmicos que se están produciendo tanto en tecnología -que trastornan los cálculos previos de consumo-, cuanto en geopolítica -Donald Trump accede a la Casa Blanca enarbolando la enemiga al “capitalismo woke”-. Paradójicamente coincide -en fines- con China o los BRICS, que también están ajustando sus tácticas a intereses particulares.
Este es el contexto de la conversión de Fink. Resultante de un proceso: las juntas anuales de 2023 y 2024, tan solo 20 de las 493 propuestas medioambientales/sociales de los accionistas fueron asumidas por el ejecutivo de BlackRock (el 47% en 2021). Porque los excesos ideologizantes y la polarización (que aquejan a la sociedad) provocan el rechazo ciudadano a muchos planteamientos climáticos, aunque las extremosidades del nuevo jefe -y guía espiritual del negacionismo MAGA– no se compartan.
La corriente que nos ocupa denota que la realidad que vivimos es muy distinta a la de 2017, cuando Trump se aferró al cargo por la mínima. Bajo Biden, EEUU ha seguido en vanguardia de la economía gasista y petrolera. A la vez, las opciones descarbonizadas han tomado un impulso que difícilmente se parará, entre otras razones por el reparto de poder territorial entre Washington y las regiones: destacan los numerosos desarrollos “limpios” en fases avanzadas de tramitación que irán entrando en funcionamiento. Finalmente, el auge de la inteligencia artificial, con un crecimiento estimado -según Goldman Sachs- del 160% en el consumo energético por los centros de datos para 2030, subraya la urgencia de decisiones estratégicas en esta materia. Este incremento proyectado pone de relieve la necesidad de fuentes fiables y diversificadas, dado que ni las renovables ni los combustibles fósiles, por separado, satisfarían un salto de tal magnitud en la demanda.
En vísperas de la entronización del inquilino de la Casa Blanca se impone, pues, la pregunta: ¿qué implica el cambio de guardia para el futuro de la energía en Estados Unidos?
Ante el inminente retorno del Gran Disruptor, Joe Biden se esfuerza en blindar su legado climático. Prueba reciente es su prohibición -el pasado día 6- a la nueva perforación de crudo y gas en alta mar, que cubre más de 250 millones de hectáreas de las costas atlánticas y pacífica. Pero Trump cuenta con un camino expedito para revertir las órdenes ejecutivas decretadas por aquel -en muchos casos, le basta con un acto contrario de idéntico rango-. Además, el Congressional Review Act establece un procedimiento acelerado que autoriza a las Cámaras a reconsiderar y, si es caso, anular -con la mayoría simple ostentada por su grupo en ambas instituciones- cualquier regulación de una agencia federal emitida durante los últimos 60 días. El mecanismo podría ser aplicado a la norma publicada en noviembre que implanta un impuesto a las empresas petroleras y gasistas por sus emisiones de metano.
El todavía presidente busca, asimismo, dejar los pactos multilaterales al resguardo. Confrontado a las frecuentes amenazas proferidas por su predecesor/sucesor sobre el abandono del Acuerdo de París (lo advirtió en 2017 y se culminó oficialmente en noviembre de 2020), Biden entregó el pasado diciembre -anticipadamente, pues vence en febrero- los objetivos formalmente conocidos como Contribuciones Nacionalmente Determinadas, núcleo de la negociación. El plan de acción articula una reducción de entre el 61 y 66% (respecto a los niveles de 2005) para el año 2035. El gobierno saliente confía en la viabilidad de estas metas, incluso contando con su socavamiento por parte del equipo entrante. Descansa en la actuación de los estados: la Alianza Climática de EEUU -coalición bipartidista de 24 gobernadores- se ha comprometido a conseguirlo.
Y es que, al compás de su grito de guerra -«drill, baby, drill»-, el Chief Negotiator ha posicionado los combustibles fósiles en el meollo de sus ambiciones: favorecer la demanda interna y abastecer el planeta de gas natural licuado (GNL). No apunta reparos para habilitar nuevas zonas de extracción, ni en derogar medidas de fomento verde (a vehículos eléctricos, por ejemplo; aunque con el CEO de Tesla de “co-presidente”, se le podría complicar). Y son reveladores los nombramientos de colaboradores; notablemente Lee Zeldin, que dirigirá la Agencia de Protección Ambiental, y Chris Wright, que encabezará el Departamento de Energía. El primero, cuando congresista (por Nueva York), se opuso a las inversiones en renovables. El segundo, como CEO de Liberty Energy -dedicada al fracking- defiende que no existen energías “limpias” o “sucias”.
Trump también ha prometido embestir contra las regulaciones ambientales alcanzadas; persigue acabar con lo que denomina el “Green New Scam” (la “Nueva Estafa Verde”), consigna comodín para cualquier política energética-ambiental impulsada por Biden. En su punto de mira está, especialmente, la Ley de Reducción de la Inflación (IRA), estandarte climático que ambiciona colocar al país en vanguardia de las tecnologías que definirán la sociedad del futuro a través de la transición energética. Ningún republicano votó a favor y, desde su aprobación, ha habido al menos 30 intentos de tumbar alguno de sus elementos. Antes de tomar posesión, el adalid máximo ha asegurado que revocará los fondos IRA sin ejecutar. Pero no le será fácil: alrededor del 60% de los proyectos anunciados (el 85% de las inversiones y el 68% de los puestos de trabajo previstos) se localizan en distritos republicanos. Acabar con la norma implicaría, según estimaciones, cercenar oportunidades laborales -del orden de cien mil- en más de 330 emprendimientos de envergadura, e inversiones privadas por valor de 126 mil millones de dólares, predominantemente en estados que han respaldado al líder.
Así, merece reseña final el pragmatismo del “all of the above” (todo lo anterior), lema que toma fuerza en círculos republicanos. Este enfoque quedó reflejado durante la audiencia de confirmación en el Senado del flamante secretario de Energía, que afirmó que apoyaría todos los tipos de «energía fiable», incluidos solar, eólica, nuclear y geotérmica. Un precedente reciente se encuentra en 2023: legisladores republicanos promovieron iniciativas para facilitar permisos tanto a energías renovables como a infraestructuras de extracción de combustibles fósiles, con el objetivo de equilibrar competitividad y sostenibilidad.
Si esta filosofía prevalece, el «drill, baby, drill» trumpiano podría pasar a la Historia como revulsivo estratégico, eclipsado por los desafueros retóricos de su creador.