Las elecciones han mostrado que denunciar el carácter «fascista» de Trump no sirve de nada. Los votantes estadounidenses o no creen que sea un fascista o no consideran que esto lo descalifique para ser presidente
NotMid 12/11/2024
OPINIÓN
DAVID JIMÉNEZ TORRES
El fascismo ha «llegado» a Estados Unidos muchas veces. Al menos, en la ficción. Desde El hombre en el castillo, de Philip K. Dick, hasta La conjura contra América, de Philip Roth, muchos autores han imaginado lo que habría sido un Estados Unidos fascista, ya fuese por una derrota en la Segunda Guerra Mundial o por la toma de poder de un fascismo autóctono.
En las elecciones presidenciales de 2024, sin embargo, estas fantasías sobre una América fascista han pasado al terreno del debate político.
En las últimas semanas de campaña, el ex jefe de gabinete de Donald Trump aseveró que este último debía ser considerado, a causa de su autoritarismo, su nacionalismo y sus posturas de extrema derecha, como un fascista. Kamala Harris afirmó de inmediato que compartía aquella opinión, y muchas voces favorables al Partido Demócrata insistieron en que el candidato republicano era la encarnación de un nuevo fascismo. Tampoco era algo nuevo: la cuestión de si el trumpismo es un fascismo se viene debatiendo desde la entrada del magnate en política. Todo ello, como estudiaron Javier Rodrigo y Maximiliano Fuentes en Ellos, los fascistas (Deusto), en un contexto internacional de sobreutilización y banalización del término «fascista».
La contundente victoria de Trump en estas elecciones plantea, por tanto, dos preguntas: ¿es cierto que Trump es un fascista -y, en consecuencia, que 2024 ha sido el año en el que finalmente el fascismo «llegó» a EEUU-? ¿Y sirve de algo señalar ese presunto fascismo del líder republicano y sus seguidores?
Muchos historiadores y politólogos han respondido ya a la primera de estas preguntas, destacando aquellas coincidencias o divergencias entre el trumpismo y el fascismo clásico que les resultan más llamativas. En los casos más solventes, esto ha ayudado a divulgar lo que los expertos entienden que fue -o es- la ideología fascista. Pero, a juzgar por los comentarios de Harris et al., no ha terminado de calar en la opinión pública una cuestión fundamental: que el fascismo clásico reunía muchos elementos, y que casi ninguno de ellos era exclusivo de los fascistas. Ni el ultranacionalismo, ni el racismo, ni el antimarxismo, ni el antiliberalismo, ni el belicismo, ni el imperialismo, ni el corporativismo, ni la reivindicación de la violencia, ni la restricción de las libertades civiles, ni una determinada idea de los roles de género son, por sí solos, patrimonio exclusivo del pensamiento fascista; se pueden encontrar en otros movimientos políticos distintos del fascismo, e incluso enfrentados a él. Lo que hacía distintivo al fascismo era reunir todos esos elementos -y algunos otros- a la vez.
Por esto, no es difícil encontrar rasgos fascistas en movimientos o dirigentes posteriores a 1945. Pero tampoco es difícil señalar rasgos fascistas que no están presentes en dichos movimientos o líderes, lo que vendría a cuestionar su verosimilitud como representantes de un nuevo fascismo. En el caso del trumpismo, por ejemplo, se puede señalar la ausencia de algo tan importante como el partido; o, por ser más precisos, la ausencia de una concepción fascista del partido. Porque los partidos fascistas no eran meros figurantes en el proyecto autoritario de su líder, sino que desempeñaban un papel fundamental en la deseada transformación totalitaria de la sociedad y del Estado.
Es difícil afirmar que el Partido Republicano, bajo el liderazgo de Donald Trump, muestra una ambición de encuadrar a toda la sociedad o de fusionarse con las instituciones remotamente parecida a la de los partidos fascistas clásicos. Uno puede fijarse en el mesianismo del movimiento MAGA (Make America Great Again), o en el programa de colonización de las instituciones plasmado por acólitos trumpistas en el Proyecto 2025. Pero, de nuevo, muchos movimientos políticos de todo signo han tenido liderazgos carismáticos y seguidores entregados. Y el deseo de llenar las administraciones de personajes afines, o de erosionar los contrapesos a la acción del Gobierno, es -bien lo sabemos en España- desagradablemente transversal.
Es cierto que las ideologías cambian con el tiempo: los liberales de hoy no tienen una idea de la sociedad o del Estado exactamente idéntica a la que tenían los liberales del siglo XIX, y sin embargo no sentimos que esto impida llamarlos liberales. Lo mismo se podría decir de los socialistas. Así que podríamos debatir si el trumpismo es una mutación, una evolución, una actualización del fascismo, aunque inevitablemente nos preguntaríamos hasta qué punto se puede estirar un término hasta que deja de ser útil, sobre todo cuando ya hay otros -como populismo iliberal o autoritarismo conservador- que ya describen este fenómeno razonablemente bien.
Pero lo más interesante, o lo más urgente, es plantear aquí la segunda pregunta que se mencionaba antes: ¿sirve de algo sugerir que Trump es un fascista? Mejor dicho: ¿sirve de algo plantear eso fuera del análisis académico? ¿Tiene algún efecto en la actitud de los votantes?
Antes de las elecciones de 2024, los antitrumpistas podrían haber argumentado que sí. Incluso se podría haber dicho que da igual que el trumpismo no sea realmente como los fascismos de los años 30, porque lo que importa es que se acerca a lo que muchos votantes creen que fueron los fascismos de los años 30. Es decir: si hoy la imagen popular de los fascismos se centra mucho más en el mesianismo y autoritarismo del líder que en el papel estructural del partido, ¿qué sentido tiene corregir esa impresión? Al fin y al cabo, esas imprecisiones permitirían denunciar el iliberalismo de Trump recurriendo a un término conocido por todos y que, en principio, sigue teniendo una gran carga simbólica.
La contundente victoria del candidato republicano, sin embargo, obliga a desechar esa hipótesis. Las elecciones de 2024 han mostrado que no, que denunciar el carácter «fascista» de Trump o de su movimiento no sirve de nada. No, al menos, en el terreno de la movilización política: a la vista está que los votantes estadounidenses o no creen que Trump sea un fascista o no consideran que esto lo descalifique para ser presidente.
La primera hipótesis es la más probable, pero conviene dedicar atención a lo que sugiere la segunda. Porque, le pongamos la etiqueta ideológica que le pongamos, la victoria de Trump solo ha sido posible gracias a un cambio muy notable en lo que amplios sectores de la sociedad estadounidense esperan de -o toleran en- un presidente. Un cambio notable en cuanto a lo que esperan de su conducta personal, su manera de expresarse y su relación con la mentira; pero también en cuanto a su respeto por la separación de poderes, la independencia de la prensa, los adversarios políticos, las instituciones de la democracia liberal, etc. Comparen: una sociedad que hace 50 años empujó a Nixon a la dimisión por un escándalo bastante menor ha indultado, por la vía de las urnas, a un delincuente que causó una gravísima crisis nacional cuando trató de subvertir los resultados de unas elecciones que había perdido. Sea esto fascismo, o populismo, o autoritarismo, lo fundamental es que a muchos votantes no les han importado cuestiones que, en otros momentos históricos, habrían descalificado a cualquier candidato. O no les han importado lo suficiente como para colocarlas por encima de otras consideraciones, como la preocupación por la marcha de la economía o por la crisis migratoria. Esta indiferencia está en el centro de lo que acaba de ocurrir en ese país; y es lo que debería centrar las reflexiones de quienes sienten rechazo ante el tipo de política que encarna Trump.
Al final, debemos preguntarnos si el uso fallido del término «fascista» en las elecciones de EEUU no revela una incapacidad para comprender nuestro propio tiempo, para hacernos cargo del estado actual de nuestras propias sociedades. O peor: si las categorías y los referentes del pasado no estarán actuando como un refugio ante un presente que nos desconcierta. Es necesario conocer la historia y aprender sus lecciones, pero esto no puede llevarnos a ignorar lo específico e inédito de nuestros desafíos actuales. Sobre todo porque esa ignorancia es la mejor manera de no resolverlos.
David Jiménez Torres es profesor de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.