NotMid 25/12/2022
OPINIÓN
EDUARDO ÁLVAREZ
No figura entre las funciones que el artículo 62 de la Constitución atribuye al Rey la de pronunciar el Discurso de Navidad. Y es que los padres de la Carta Magna jamás pudieron imaginar que un acto de carácter tradicional, por su naturaleza y contexto casi inocuo, que por estas fechas protagonizan casi todos los jefes de Estado en el mundo, incluidos el común de los monarcas europeos, en nuestro país fuera a convertirse en el gran marrón para el titular de la Corona y que fuera a adquirir una significación y una importancia sin parangón con lo que sucede con los mensajes navideños del resto de los reyes europeos.
No, no se menciona desde luego en la Carta Magna este Discurso, aunque en el primer borrador que se alumbró en la Ponencia constitucional se llegó a incluir un artículo sobre la facultad regia de dirigir mensajes a los ciudadanos en determinados supuestos que finalmente se desechó. Y viene a cuento en estos días porque es, antes que nada, un sinsentido que el Rey, como Jefe del Estado, ofrezca su mensaje político más importante de todo el año un 24 de diciembre a la hora en la que los españoles están descorchando algún espumoso o sentándose a una mesa para ponerse a pelar gambas. Es desde luego un momento para que el Rey, éste y cualquiera, pudiera limitarse a unas palabras protocolarias, de buena voluntad y la trascendencia justita, sin que todos los partidos políticos estuvieran aguardando a sus palabras con las espadas en alto y muchos ciudadanos de verdad preocupados esperaran intervenciones del tono que se vieron obligados a emplear Juan Carlos I el 23-F o Felipe VI el 3-O.
Pero, en fin, la España institucional sufre, más allá del deterioro que este año ha subrayado el Rey, anomalías tan kafkianas que no podía salvarse la misma Corona. Y, así, el Monarca se acaba sometiendo a examen cada 24 de diciembre por el modo en el que resuelve la papeleta de examinar el estado de la nación.
Y, dado que no queda otra que asumirlo, justo es reconocer la seriedad con la que en Zarzuela afrontan este Discurso y lo muy a pie de calle que se sitúa Felipe VI a la hora de abordarlo. Y, en el escenario más complicado imaginable que a ningún ciudadano informado se le escapa, incluida la arenga en vísperas de un partido de Gobierno -esto hay que subrayarlo- negándole al Jefe del Estado nada menos que la «legitimidad democrática» para hablar de la crisis institucional, el Rey ha ofrecido su mejor Mensaje de Navidad desde que asumió el trono en 2014.
No ha descendido al barro partidista, como no podría hacerlo en ningún caso, ni se ha extralimitado en sus funciones con injerencia alguna. Pero no le han faltado ni certeza en el análisis, que es lo más fácil, ni contundencia en la denuncia que no podía dejar de hacer, con la que está cayendo. Don Felipe ha subrayado con suficiente claridad que España está aquejada de «un deterioro institucional» al que sólo le ha faltado añadir el adjetivo insoportable. Y si el año pasado pidió «consenso» y «unidad política», sin que nuestros próceres le hayan hecho pajolero caso, esta vez el Monarca pide a todos un «ejercicio de responsabilidad» y «reflexión». Resulta obvio que no se siente cómodo ni considera poco grave el Rey la pendiente por la que se desliza España, como le sucede seguramente a una mayoría de ciudadanos. Y cuando Don Felipe, como ha hecho en esta ocasión, advierte de «los muchos riesgos a los que están expuestas las democracias en el mundo, sin ser la nuestra una excepción» y alerta de que «no podemos dar hecho todo lo que hemos construido pasados ya casi 45 años desde la aprobación de la Constitución», está advirtiendo con toda la solemnidad y la preocupación que cabía esperar que se están dando pasos más que peligrosos en la misma dirección que siguen los regímenes iliberales que tan presentes tenemos en estos momentos.
Al deterioro institucional, que es innegable, se suma en nuestro país una fractura política de tan extraordinario calado que se ha enquistado ya en el cuerpo social. Y Don Felipe no ha dejado tampoco de subrayarlo con advertencias como la de que «un país o una sociedad dividida o enfrentada no avanza».
Pero no cae tampoco el Rey, menos mal, ni en la retórica apocalíptica ni en la desesperanza. Al revés, tiene su Discurso un regusto motivador que se agradece en los tiempos que corren aunque sólo fuera por el contraste con los relatos milenaristas que nos arrojan a la cabeza todas las facciones de la clase política sin excepción. Que el Jefe del Estado haga cantos a la concordia, al diálogo, a la unidad y a la voluntad de avanzar como Nación -«los españoles tenemos que seguir decidiendo juntos nuestro destino»-, cuando a la vez alerta de que se nos deje de arrastrar hacia callejones sin salida institucionales, y por supuesto advierte de que nada tiene cabida fuera de la Constitución y las leyes, que son las conclusiones de su Discurso de este año, no sólo cumple con su rol como Monarca parlamentario, sino que resitúa el debate público en los contornos de la responsabilidad, el equilibrio y el rigor en los que ojalá pudiéramos encapsularlo.
Quien con ingenuidad, o queriendo desconocer lo que es y lo que en ningún caso puede ser un rey constitucional, esperara que Felipe VI tirara directamente de las orejas a Pedro Sánchez, o a Feijóo o al presidente del TC, seguramente se sentirá decepcionado por la finura del discurso real que, en conjunto, es un magnífico texto en el que este año se trasluce además un meritorio ejercicio de empatía con las principales preocupaciones que hoy compartimos la mayoría de los españoles. Incluida, por supuesto, toda una imprescindible reflexión sobre la guerra en Ucrania que bien merecía, sin duda, una atención prioritaria en el Discurso.
Pero, aunque por supuesto el Rey no mencione a nadie, mucho debieran reflexionar en el Gobierno y en el principal partido de la oposición, como también en el seno de todos los Poderes del Estado, cuando quien está al frente del mismo se ve obligado a poner el acento en que hoy nos caracteriza el «deterioro institucional». Cada cual hará la lectura que quiera del Mensaje de Don Felipe. La realidad es que en la foto no hay quien salga bien parado.
Quién sabe si España recuperará algún día la normalidad, esa que permita que el Discurso de Navidad del Rey sea un ramillete de tópicos bienintencionados sin que nadie espere otra cosa. Mientras tanto, otro asunto que sigue sin estar del todo bien resuelto es hasta qué punto un discurso de estas características, que es un acto personalísimo del Monarca, necesita o no del refrendo gubernamental. No está bien delimitada la figura del refrendo y sobre esta importante cuestión no es unánime la opinión de los especialistas.
Lo que cabe recordar, en todo caso, es que el rey no gobierna pero reina. Y que, volviendo a nuestros Padres de la Constitución, ningún dirigente político en la Transición pensó que el Jefe del Estado iba a ser una figura de mármol o un jarrón chino. El ejercicio de reinar, difícil donde los haya, y las funciones de arbitraje y moderación que se le atribuyen al Monarca le exigen a él el más recto de los comportamientos, para desarrollar la necesaria auctoritas, y el desarrollo continuado de las facultades de advertir, aconsejar, ser consultado y ser informado. Y, advertencias, Don Felipe las ha lanzado como panes esta Nochebuena. Eso no se puede negar.