La victoria de Wilders coge por sorpresa, amenaza los consensos tradicionales y abre la puerta a un eje duro con Orban y Meloni
NotMid 25/11/2023
EUROPA
Europa está en shock, en completo shock, por la amplia victoria de Geert Wilders en las elecciones de Países Bajos. Independientemente de que acabe formando Gobierno (como parecen todos asumir en su país y en Bruselas), el golpe es tremendo. En 2017 se celebraron comicios existenciales en Francia, Alemania y Holanda, y el sentir general, tras el referéndum del Brexit y una batería de malas noticias, era que el populismo, el extremismo y las fuerzas escépticas y eurófobas se impondrían en por lo menos uno de los tres Estados fundadores. No fue así, se respiró con enorme alivio, y desde entonces la ‘cuestión holandesa’ se había dejado de lado. No olvidado, porque sacudidas como los resultados del Movimiento Campesino-Ciudadano en las elecciones provinciales de marzo mostraban que algo se estaba agitando, pero sí puesto en segunda fila.
Wilders es, después de la familia Le Pen, el apellido que toda la UE asocia a problemas. A racismo, islamofobia, rechazo al emigrante, nacionalismo, rusofilia, proteccionismo y euroescepticismo. Está en el radar desde hace un cuarto de siglo y aunque su presencia en Bruselas siempre ha sido mínima, secundaria, es bien conocido desde su época de pupilo de Frits Bolkestein, que fue comisario y padre de una célebre directiva, aún hoy de mucha actualidad.
La victoria, indiscutible, tiene lecturas a varios niveles. Primero por lo que supone en un país clave en el engranaje comunitario y porque su gran rival ha sido Frans Timmermans, vicepresidente de la Comisión los últimos dos lustros y el gran rostro de Defensa del Estado de Derecho y que representa todo lo contrario: el cosmopolitismo, la apertura, la construcción de puentes. Uno de cuatro votantes ha comprado un mensaje de rabia, ira, odio, rechazo. Hay muchas razones, pero el consenso entre todos los analistas, nacionales e internacionales, es que el atractivo de Wilders no ha estado en sus políticas sobre encarecimiento del coste de la vida o la vivienda, ni sobre salid y educación, sino inmigración.
La segunda lectura es precisamente en esa clave. La cuestión migratoria ha sido desde 2015 la que ha partido el continente, tumbado gobiernos (empezando por el del propio Mark Rutte, primer ministro desde 2010 y protagonista de una salida que nadie entiende y que ha empujado a un radical partidario del Holandexit, al menos de boquilla) y sigue siendo el elemento central. Migración e identidad son los dos grandes vectores y lo van a ser, en un eje construido más bien sobre liberalismo-iliberalismo, en las próximas elecciones europeas.
Los liberales aceptaron hace una década el marco de Wilders y Baudet, que son quienes marcaron la agenda. Centraron de forma irresponsable la campaña y la narrativa pública en la migración (puesto que tras 12 años gobernando era imposible culpar de la situación económica, de la vivienda o social a la oposición), y evidentemente la gente, que desde la época de Pim Fortuyn lo considera prioritario, optó por el original y no la copia. El llamado ‘Trump holandés’ se ha ‘moderado’ según mejoraba en las encuestas, ha rebajado el tono, insiste en que estará dentro de la Constitución y que hay prioridades mayores ahora mismo que la desislamización. Hace 20 años Wilders era demasiado, pero en la era precisamente de Trump, Bolsonaro, Duterte y tantos otros, ya no lo parece en absoluto.
El tercer punto es qué va a pasar en el Consejo Europeo, las decisiones que requieren unanimidad, si Wilders encabeza un Gobierno, por mucho que tenga que renunciar a sus máximas aspiraciones, sobre Europa o el Islam para atraer a otros partidos de derechas o centro derechas. La gran alegría ha estado en las palabras de Le Pen, de Viktor Orban, de la gente de Giorgia Meloni y de todos los populistas de derechas y fuerzas nacionalistas y escépticas. Europa había respirado hace nada cuando en Polonia se vio que Donald Tusk tenía más que serias opciones de gobernar, impidiendo un triángulo Budapest-Varsovia-Roma, pero ahora se afianza una amenaza totalmente nueva, un eje duro impensable hasta ayer. “Una nueva Europa es posible”, festejó el ministro Matteo Salvini, líder de la Lega. “Toda Europa quiere un cambio de sentido”, coincidió Alice Weidel, líder de Alternativa por Alemania. “La esperanza de un cambio sigue viva en Europa porque hay gente que se niega a ver apagada la antorcha nacional”, se sumó Le Pen, esperando su turno y que esto sea el catalizador que esperaban.
El cuarto elemento es espaldarazo tremendo a las fuerzas de extrema derecha y derecha radical de cara a las próximas elecciones europeas de junio. Los nacionalistas flamencos del Vlaams Belang, heredero de una fuerza ilegalizada, aplauden a rabiar. Y como ellos, sus hermanos y todos los partidos, de Austria a los nórdicos, que llevan más de un lustro, Vox entre ellos, formar un grupo de verdad a nivel continental para consolidarse en la Eurocámara, ser una fuerza como mínimo con poder de bloqueo, y pasar de un papel residual, casi limitado a la performance, a ser actores principales en el proceso de toma de decisiones.
El quinto nivel es Rusia. Orban es quien mejor defiende los intereses de Moscú en la UE, pero hace nada ganó en Eslovaquia el socialista Robert Fico (expulsado de los socialistas europeos acto seguido), y ambos tienen en común su deseo de reducir la presión sobre Moscú, no ir a por más sanciones y limitar o parar la ayuda a Ucrania. Holanda fue el único país que en el último lustro tuvo que hacer un referéndum sobre las relaciones con Kiev, mucho antes de la invasión, y Wilders y los suyos celebraron que saliera un ‘no’. En los círculos propagandistas rusos han celebrado entusiasmados el recuento y confían en que si llega al poder contribuya a relajar el cerco.
El sexto vector tiene que ver con Holanda en sí en la UE. Tras la salida de Reino Unido, La Haya cogió el testigo. Rutte era uno de los líderes más influyentes y la maquinaria holandesa es una de las más eficientes, profesionales y modernas dentro de la Unión, lo que les permite golpear muy por encima de su peso, económico o demográfico. Están en todo, se mueven como casi nadie en las instituciones y eso les ha permitido estar en las mesas finales en las que se toman las decisiones. No son París o Berlín pero han sabido erigirse como parte indispensable. Y esa fortaleza, en las manos equivocadas, puede servir para destruir como sirvió para construir, aunque fuera lentamente y con muchos peros.
Agencias