La economía juega un papel tan importante como los misiles para frenar la competencia estratégica de Pekín
NotMid 22/06/2023
USA en español
Se acabó la primacía del sector financiero. Se acabó el neoliberalismo. Se acabó, en realidad, el liberalismo como el mundo lo ha conocido desde la llegada de Margaret Thatcher al poder en 1979. Es la hora de la política industrial, de la colaboración entre el Estado y el sector privado, de la red de protección social. No por ninguna razón ideológica, sino por algo mucho más pragmático: para que Occidente no caiga ante el enemigo exterior, que es el capitalismo de Estado de China y, tampoco, ante el enemigo interior, que es el auge del populismo de izquierda y derecha.
Hasta ahora, ésa era la política de facto lanzada por Estados Unidos por la presidencia de Donald Trump y continuado por la de Biden (que ha añadido, además, el componente de la red de protección social). Pero ahora eso ya es explícito. El consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Jake Sullivan, así lo explicó hace algo más de un mes en el think tank centrista Brookings Institution.
La tesis de Sullivan es simple: en la nueva estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos, orientada a frenar la competencia estratégica de China, la economía juega un papel tan importante como los misiles. Se acabaron los sueños de que la apertura económica traería de la mano a la democracia -algo refutado por la vía de los hechos por China hace ya más de una década- sino incluso de que la liberalización generaría más riqueza para todos. El mundo del siglo XXI es de suma cero. Cada país deberá defender sus propios intereses, eso sí, siempre que esté alineado con Washington en el objetivo general de contener a Pekín. Y uno de los ejemplos de cómo seguir esa política es la Unión Europea, y muy especialmente su presidenta, Ursula von der Leyen.
El título de la conferencia, Comentarios sobre la Renovación del Liderazgo Económico Estadounidense, era muy significativo, porque ése es el territorio del Departamento del Tesoro o del Consejo de Asuntos Económicos del presidente. El Consejo de Seguridad Nacional, que fue creado en 1947, en plenos albures de la Guerra Fría, para coordinar desde la Casa Blanca la política exterior y de seguridad, no suele tener mucho que decir en materia económica. De los 12 miembros que forman parte de su Comité de Directores, ocho están relacionados con la Defensa, dos representan a la Casa Blanca y apenas dos más -el secretario del Tesoro y el director de la Oficina de Presupuestos- tienen competencias económicas. Al entrar en ese terreno, Sullivan, que a sus 47 años es una de las estrellas con más brillo del firmamento del Partido Demócrata, estaba reafirmando el control de la estrategia sobre la economía en EEUU.
El consejero de Seguridad Nacional llamó a su plan “el nuevo consenso de Washington”. Es una expresión no exenta de cierta ironía, ya que el término consenso de Washington, que fue acuñado en 1989 por el economista angloestadounidense John Williamson, significaba exactamente lo contrario: interferencia mínima del Estado en la economía. Bajo ese consenso de Washington se llevaron a cabo las privatizaciones, la estabilización económica y la liberalización en América Latina. Ésa fue la razón por la que se convirtió en una expresión común el término neoliberal, que tuvo una serie de duros choques con la realidad de los países con el efecto tequila de México en 1994, la devaluación de Brasil en 1999 y la suspensión de pagos de Argentina en 2001. Aún más paradójico es que Williamson lanzara su propuesta en un edificio situado exactamente en frente de Brookings Institution, en la Avenida de Massachusetts de Washington, el Instituto Peterson para la Economía Internacional.
NUEVO ‘CONSENSO DE WASHINGTON’
Este nuevo consenso de Washington es muy diferente del de Williamson. Es más: es casi trumpiano. Sullivan lanzó ideas que parecían propias del predecesor de Joe Biden, si no fuera porque su lenguaje burocrático y tecnócrata, está muy alejado del de Trump . “El postulado de que la liberalización comercial ayudaría a Estados Unidos a exportar productos, no empleos y capacidad [industrial] fue una promesa que se hizo pero no se mantuvo”, dijo, en un rechazo claro de la política de libre comercio que había sido, con sus más y sus menos, el eje de la política de Estados Unidos desde prácticamente la Gran Depresión de los años 30 hasta que Trump abjuró de ella cuando sacó a su país del Foro Transpacífico (TPP), que había acordado la creación de una zona de libre comercio entre los países de las dos orillas de ese océano, en su cuarto día como presidente. Aquella decisión fue no solo una bofetada a la posición tradicional del Partido Republicano de Estados Unidos; también, parte de la tarea de Trump para destruir el legado de Barack Obama. Ahora, Sullivan, que estuvo en el Gobierno de Obama, ha venido a decir que los demócratas tampoco creen en el libre comercio.
Lo mismo vale sobre la intervención del Estado en la economía. En la política de Estados Unidos de 2023, un socialista como el ministro de Economía con Felipe González Carlos Solchaga, al que se le atribuye, hace casi un cuarto de siglo, la frase “la mejor política industrial es la que no existe”, no tiene cabida. Sullivan dejó claro que “sin una valiente inversión pública en la economía, la transición energética será imposible” y, además, reclamó la necesidad de reducir el poder de sectores como el financiero, que “se ha visto privilegiado por una serie combinada de reformas, mientras que otros sectores esenciales, como el de los semiconductores y las infraestructuras, se atrofiaron”. El máximo responsable de la Casa Blanca, con un vocabulario que recuerda al del ideólogo de Donald Trump, Stephen Bannon -que, según algunos, ha asesorado a Vox en España-, acabó defendiendo “nuestra capacidad industrial” que, dijo, “es crucial para la capacidad de cualquier país para innovar”. La gran diferencia es que Sullivan no despreció a los aliados estadounidenses, aunque dio por sentado que éstos van a seguir los mismos pasos.
Así que de lo que se trata ahora no es de liberalizar la economía, sino de hacer que ésta sea invulnerable. El ejemplo del Covid-19, con su fragmentación de las cadenas de suministros, y de la guerra de Ucrania, con el peligro todavía latente de una crisis energética fueron las bases de las palabras de Sullivan. No en balde, ésta es la primera vez desde hace más de un siglo que Estados Unidos tiene frente a sí a una potencia que no solo le amenaza en términos de seguridad, sino también de supremacía económica. En la década de los 80, EEUU cayó en el miedo a que Japón le arrebatara el liderazgo económico mundial. Pero, como país derrotado en la Segunda Guerra Mundial y con una Constitución que amputaba su fuerza militar, Tokio nunca planteó un reto a Washington, ni siquiera cuando su PIB alcanzó en 1990 el 40% del estadounidense.
Con China es diferente. El PIB de ese país es ya el 73% del de EEUU, alcanzará el 87% dentro de cuatro años y lo igualará en 2030, según estimaciones de la consultora de riesgo político Eurasia Group. Es cierto que el crecimiento chino se está frenando, y que el gigante asiático afronta en el medio plazo una crisis demográfica de dimensiones nunca vistas en la historia de la humanidad, a medida que la contracción de su población se acelere. Pero no lo es menos que Estados Unidos también crece menos, y que sus tensiones políticas y sociales internas son un lastre para cualquier tipo de estrategia nacional. Según Sullivan, esas tensiones -frecuentemente acompañadas de retórica guerracivilista– se solucionarán, también, con un Estado que dirija a la economía.
Paradójicamente, para Sullivan, sin embargo, no se trata de hacer una desconexión (“deocupling”) de China, sino una reducción de riesgos (“de-risking”), un término creado por Van del Leyen. Pocos días después del discurso, el comunicado oficial de la Cumbre del G-7 celebrada en Japón repetía, casi palabara por palabra, el texto de Sullivan, al declarar que “no estamos separándonos y mirando hacia dentro de nuestras fronteras. Pero al mismo tiempo, tenemos que reconocer que la resiliencia económica requiere reducir el riesgo y diversificar”. China, sin embargo, no ha comprado esa idea. Pekín respondió al G-7 con un editorial en su agencia oficial de noticias Xinhua que afirmaba que “en esencial, “de-risking” y “decoupling” son la misma cosa”, y que lo que sus rivales están haciendo “no es más que juegos de palabras”.
Son juegos de palabras. Pero también un cambio en la política estadounidense, incluso dentro del Gobierno de Joe Biden. Pocos días antes del discurso de Sullivan, la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, había hablado en la Escuela de Relaciones Internacionales (SAIS) de la Universidad Johns Hopkins -de nuevo, al lado del PIIE y enfrente de Brookings- para expresar sus esperanza de que China “juegue de acuerdo con las normas internacionales”. En las palabras del consejero de Seguridad Nacional esa esperanza no aparece por ningún sitio. Acaso sea una cuestión generacional. Yellen es 29 años mayor que Sullivan. La secretaria del Tesoro pertenece a la generación que vio caer el Muro de Berlín y que cree en la globalización. Es casi una cuestión de familia. Hace unos años, de nuevo en el PIIE, el esposo de Yellen, el Nobel de Economía George Akerlof, defendió el modelo económico chino. Sullivan, que tenía 13 años cuando la Unión Soviética se desintegró, no pertenece a esa generación. Y, además, su poder está en ascenso. Hace tiempo que Yellen quiere dejar el cargo. Si Biden es reelegido en 2024, parece casi seguro que no repetirá.
El futuro, así, es de los halcones, por más que estos digan que se trata de reducir riesgos. También lo es de muchos empresarios. Al menos, de los que no tienen intereses en China, como Elon Musk, que dejó por 48 horas su compulsión de Twitter porque viajó a ese país, donde su red social está prohibida y en el que su empresa de coches eléctricos Tesla obtiene la cuarta parte de sus ingresos. Hace dos meses, el ex consejero delegado de Google, el republicano moderado Eric Schmidt, publicó un artículo en la revista más influyente en el ámbito de la política exterior de EEUU, Foreign Affairs demandando que el Estado invierta más en la economía de EEUU. La tesis de Schmidt era clara: “Hay que hacer que la innovación se traduzca en poder duro‘
Agencias