Saint-Germain se ha convertido en un barrio para ‘Bo-Bos’ del que desaparecen las librerías
NotMid 04/06/2022
OPINIÓN
JOSÉ CARLOS LLOP
Qué queda de nosotros donde estuvimos? ¿Qué parte se quedó allí para siempre? Si aparecieran esos fragmentos de vida, ¿sabríamos reconocernos en ellos? Durante algunos años, al ir a París, mi editorial me instalaba en un pequeño hotel de la rue de l’Odéon. Acostumbro a despertarme temprano y a esas horas en que la ciudad dormitaba, yo leía y miraba a través del balcón. Quizá Borges habría evocado la figura del espejo, porque en la ventana de un entresuelo al otro lado de la calle se veía una lámpara encendida. La luz era cálida e iluminaba un sofá color beige y había libros, los suficientes para saber que allí habitaba alguien del mundo de las letras.
Yo me encontraba muy a gusto en mi pequeña habitación, de tan pequeña que desde la cama tenía a mi izquierda la vista entera del balcón, pero al mismo tiempo aquella lámpara encendida me recordaba la posibilidad de una vida parecida solo cruzar la calle. De una vida donde me habría encontrado tan a gusto –o más– como en aquel hotel adonde había llegado invitado, digamos, por mi propia literatura, lo que no deja de ser siempre muy satisfactorio. Nunca vi a nadie que se asomara a la ventana o la abriera o apagara la luz y una de aquellas mañanas –si no eran madrugadas aún– decidí que en aquel entresuelo vivía un escritor que en esas horas estaba escribiendo en algún lugar invisible desde donde me encontraba: al fondo de aquella sala de techos bajos, por ejemplo. Nunca dudé de mi deducción –lo que no sabía es que yo ya había leído varios libros de ese escritor– pero al cabo de poco comprobaría su acierto.
Cuando escribía mi novela Reyes de Alejandría situé su comienzo en la rue de l’Odéon y al ir a acabarla hice lo mismo, situándola en aquel apartamento que observaba al despertar. No hacía ni dos años que había estado en él: su inquilino era Olivier Rolin, que presentó en el Instituto Cervantes de París –entonces dirigido por Juan Manuel Bonet– la traducción francesa de En la ciudad sumergida, mi libro sobre Palma. (Tiempo atrás yo había propuesto a Manel Martos, entonces editor en el Grup62, que le publicara Siete Ciudades en la colección de viajes de la editorial Península y así lo hizo). Después de la cena que siguió al acto en el Cervantes, Rolin me invitó a su casa a tomar una copa. Hicimos escala en el Café des Éditeurs y al llegar al portón de la finca, la casa no era otra que la situada frente a mi hotel.
Tras subir las escaleras, su apartamento fue el entresuelo que yo había contemplado tantas veces desde mi habitación. Todo me resultaba tan familiar como si hubiera vivido allí; todo –luz muebles, libros, objetos…– era tan cercano que podría haberme quedado a vivir sin trasladar más que mi equipaje de mano. En aquellos días gané un amigo y escribí aquel apartamento del quartier de Saint-Germain –y digo escribí, no describí– en el último capítulo de Reyes de Alejandría: la literatura, como la vida, es circular la mayor parte de las veces. (Tiempo después propondría a Daniel Capó su novela El meteorólogo para El Asteroide y también se publicó).
Pero Saint-Germain, o el quartier Latin, o simplemente el 6º, se ha convertido en este siglo en un barrio para Bo-Bos donde desaparecen las librerías y los escritores no pueden pagar los alquileres que piden sus propietarios. Ha ocurrido siempre con barrios y lugares donde se instalan los artistas. Llega un momento en que aparecen los estudios de arquitectura y los de publicidad como heraldos de lo que después serán inmobiliarias y empiezan a reformarse edificios y vuelta a empezar en otra parte, pues de ahí se te expulsa y es el origen de cierto nomadismo, digamos, artístico.
El dinero ocupa mucho y no suele ser original sino que vampiriza la originalidad de otros: considera que el mundo está hecho para su disfrute particular y le pone un precio que pocos pueden pagar. Llenar el vacío en otra parte, es uno de los destinos –en los que nadie piensa, para qué– de muchos escritores.
Después del confinamiento causado por la pandemia hemos vuelto a instalarnos en el exceso y Olivier Rolin tuvo que abandonar, como otros, su apartamento de la rue de l’Odéon, donde tanto tiempo había vivido, escrito y amado. Este año ha publicado un libro en Gallimard nacido de esa mudanza: Vider les lieux. Lo encargué hace dos meses en una nueva librería de mi ciudad y aún no me ha llegado. Desde que supe la noticia del abandono de aquel apartamento nada lujoso pero lleno de vida y literatura, tengo la sensación de que una parte de mí –muy pequeña pero existente– ha dejado de habitar un fragmento de mi París de la memoria: el que me regalaron el azar de un hotel y el escritor Olivier Rolin. Espero que el libro me llegue pronto –lo que a estas alturas sólo es un decir–, no sea que pierda también la memoria, lo único, a este paso, que nos va a quedar.
TheObjective