Es cierto que la vieja moral atenta a veces contra derechos y libertades, y por tanto es de justicia mover sus límites. Pero hay que ponderar también el daño que causa la innovación forzada y mal aceptada
NotMid 07/03/2023
OPINIÓN
EMILIO LAMO DE ESPINOSA
Pretendo analizar lo que podemos llamar procesos de transición moral, es decir, aquellas dinámicas colectivas que provocan cambios profundos y generalizados en creencias y prácticas relativas a la moral pública, la moral dominante y aceptada. Un ejemplo claro: el tránsito desde la homofobia institucional de hace menos de 20 años -cuando la homosexualidad estaba tipificada como conducta «peligrosa» y penalmente sancionable en la Ley de Peligrosidad Social (por cierto, ley de la República, no franquista)- a la actual normalización (casi) total. Creo que vale la pena analizar esos procesos que, siendo progresos en la moral y la libertad colectiva, tienen profundas aunque poco visibles consecuencias sociales y políticas.
El punto de inicio de esas transiciones morales lo señalaba ya Stuart Mill en Sobre la libertad (1859) -la biblia del liberalismo- al defender que deben respetarse espacios de transgresión de la moral dominante, pues es en ellos donde germinan actitudes que pueden implicar progresos colectivos de mayor libertad para todos. Grupos usualmente marginales y excéntricos, en los que germinan experimentos éticos que pueden tener éxito; o no, se verá después. Y de ahí la importancia de tolerar a quienes se atreven a retar a la moral pública con comportamientos extravagantes o innovadores. En esos espacios, por ejemplo, se fraguó el feminismo o la lucha LGTBI o el nudismo, pero también las drogas, la pederastia o el terrorismo. No todo lo que de allí sale es positivo.
Por ello, es necesario que las prácticas y actitudes nuevas se expandan a grupos más amplios para testar allí su viabilidad y en qué medida producen realmente incrementos de bienestar. Son usualmente los jóvenes, mal o insuficientemente socializados en la moral dominante y más abiertos a la innovación, quienes se sienten más atraídos, y son early adopters, como dicen los expertos en marketing. Con ellos las nuevas creencias y prácticas salen del margen y empiezan a penetrar en el centro de la vida social. Y a medida que esos jóvenes dejan de serlo, maduran y se incorporan al centro social, llevan con ellos las nuevas actitudes. Y las nuevas generaciones se encuentran entonces con que esa es ya la moral pública aceptada, y lo que fue una conducta transgresora ha sido normalizada. Y también banalizada, pues deja de llamar la atención; es lo normal y esperable.
Así pues, los procesos de transición moral tienen tres fases a caballo de otras tres generaciones: la de experimentación en grupos marginales, su posible adopción por las cohortes de jóvenes y, finalmente, su generalización al cuerpo social más amplio. Un proceso que tiene su ritmo temporal, que suele ser también el de las tres generaciones sobre las que camina.
¿Y qué pasa si se intenta acelerar el proceso y saltar etapas? Dos cosas que merecen atención. De una parte, el proceso sólo puede acelerarse si se dictan las nuevas pautas, lo que exige utilizar el derecho como mecanismo de imposición de la nueva moral. La ley cambia de lado, y si antes esos comportamientos se sancionaban con leyes, ahora se amparan en leyes. Está comprobado, sin embargo, que el derecho, tan eficaz para canalizar y regular lo que llamamos conductas instrumentales, no lo es para las expresivas, como lo son todas las que tienen que ver con creencias morales. Tanto para prohibirlas (y pensemos por ejemplo en el fracaso de las citadas leyes de peligrosidad social o la misma ley seca americana), como para imponerlos. El secular fracaso para eliminar el aborto o la prostitución, y ahora el uso de sustancias estupefacientes, son ejemplo de ello. Aparcar o no en doble fila o fumar en espacios públicos se puede incentivar mediante multas o sanciones, pero cambiar las creencias (y no digamos las prácticas) acerca de lo bueno o lo malo no se pliega al instrumento legal, y hay amplia evidencia empírica de ello. La moral no se puede imponer -lo que debería ser obvio-, y es imprescindible hacer una labor pedagógica de convencimiento, lenta, pero más efectiva.
¿Y qué ocurre si se impone la nueva moral mediante un diktat? Que es aceptada por los jóvenes y los innovadores, que la exigen, pero continúa siendo rechazada por los mayores, a quienes se les imponen unas creencias que niegan todo lo que aprendieron de niños. No olvidemos que el sentimiento de lo bueno o lo malo, de lo bello o lo feo (y de lo puro o impuro, que es lo más profundo), se adquieren en la juventud y se somatizan, dando lugar a lo que los etólogos llaman un «troquelado», una cristalización psicosomática. Del mismo modo que no se puede aprender a tocar el piano a los 40 años, no se cambia la sensibilidad moral o estética fácilmente.
Y la consecuencia de los diktat son profundas tensiones intergeneracionales, de modo que, si las transiciones morales se inician con jóvenes grupos marginales, cuando triunfan pueden acabar generando otros grupos marginales, pero ahora de gente mayor. Tensiones que se trasladan a la política, alimentando ideologías y partidos que hacen suya la vieja moral frente a la nueva en variadas guerras culturales.
Una anécdota personal. Viví unos años en California a comienzos de los años 70, justo cuando la homosexualidad empezaba a salir del armario en San Francisco. Algo impensable en la España franquista de entonces. Pues bien, 40 años después, España había adelantado a Estados Unidos en la normalización del mundo LGTBI. Y se puede acreditar que los dos países han seguido una senda liberalizadora las ultimas décadas, pero España lo ha hecho mucho más deprisa.
Y lo mismo ha ocurrido en otros temas de calado ético como el aborto o la igualdad de género, y ahora con la eutanasia, el animalismo, o la transexualidad. En EEUU se ha avanzado, pero las leyes han ido casi siempre por detrás de la opinión; aquí las leyes han ido con frecuencia por delante de la opinión pasando en pocos años (demasiado pocos, quizás), desde la contrarreforma tridentina del nacionalcatolicismo a la contracultura californiana o sesentayochista. De la retaguardia a la vanguardia en dos o menos generaciones.
Pero todo tiene su coste. Buena parte de la nueva derecha (no sólo española sino también francesa, alemana, americana y de muchos otros lugares) se alimenta de esa premura. Los toros o la caza, las procesiones religiosas o los simples piropos pasan a ser estigmatizados por jóvenes urbanos educados y cultos (que, además, son los triunfadores de la globalización y con mejores empleos y salarios). Y sectores sociales amplios (rurales, mayores) se sienten no ya marginados, sino estigmatizados y despreciados. Creo que hay un profundo cabreo contra un supremacismo moral de élites que, incluso si tienen razón, la ejercen a veces de manera casi despótica. Solo los niños creen que basta con tener razón; los adultos sabemos que, además, hay que ejercerla en tiempo y manera.
Nuestros políticos se han ufanado muchas veces de que estábamos en la vanguardia, somos los primeros del mundo y los más «avanzados». Pues bien, me pregunto en qué medida esto es un éxito o una imprudencia, y si no es mejor a veces dejar que la moral siga su ritmo, animando y haciendo pedagogía, sin duda, pero no imponiendo una que estigmatiza y transforma en rebeldes a ciertos grupos (rebeldes por obediencia a las viejas creencias). Es cierto que la vieja moral causa daño y atenta a veces contra derechos y libertades de las personas, de modo que es de justicia mover sus límites. Pero en cada caso habrá que ponderar la relevancia del daño que causa la vieja moral (que lo causa, aunque no siempre), con el daño que causa una innovación forzada y mal aceptada. A veces ir despacio nos lleva más lejos y nos permite aprovechar la experiencia de otros países. Pretender ser los primeros de la clase es signo de soberbia más que de prudencia.
Emilio Lamo de Espinosa, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas