NotMid 23/02/2023
OPINIÓN
ANA PALACIOS
Ha transcurrido un año desde el inicio de lo que Putin presentaba como una “operación especial” de corta duración y rotunda victoria. Bien al contrario, la invasión de Ucrania se ha materializado ya para la historia en el desastre sin paliativos de la organización y despliegue logístico de las tropas rusas, corroídas por una corrupción cuya magnitud pocos podían imaginar y sobrepasadas por los mercenarios de Wagner. Evoca una estrategia cimentada en el pillaje, la tortura, la destrucción sistemática de infraestructuras y objetivos puramente civiles. Un desmoronamiento moral y técnico que da al traste con cualquier idea de grandeza predicada respecto del ejército ruso.
En este mismo periodo, Ucrania -que en “aquella noche oscura” percibimos al borde de la extinción- no solo no ha perecido, sino que, contra todo pronóstico, ha mantenido a raya las fuerzas de Putin. Además, ha cimentado su identidad nacional, hallado en Volodímir Zelenski un líder inesperado y cautivado al mundo con el valor y la determinación, tanto de sus militares como de sus civiles -apuntalados en el vigor y compromiso de su diáspora-. Occidente, a diferencia del precedente de inacción sentado en la invasión de Georgia en 2008 y anexión de Crimea en 2014, ha reaccionado. Con Washington al frente. Tras golpes repetidos a su liderazgo internacional y el nadir que representó su desorganizada retirada de Kabul, Estados Unidos ha vuelto, como repite Biden. Tuvo, de principio, el fundamental acierto de publicitar e insistir en la inminencia del ataque, cuando una mayoría de capitales europeas e incluso de responsables ucranianos descartaban esa información, aludiendo a la sarta de errores en Iraq y Afganistán. Así, Kyiv, con la inestimable ayuda aliada, ha ganado la batalla del relato, tan importante en nuestras sociedades de percepción.
En estos doce meses ha precipitado la mutación del mundo que se venía gestando. África, característicamente, y América Latina en gran medida, se contorsionan en difíciles equilibrios para no respaldar -ni denunciar- la salvaje campaña del Kremlin. Mientras, la Alianza Atlántica, famosamente declarada en estado de muerte cerebral por el presidente Macron, recobró vida, enjundia, iniciativa. La Unión Europea se ha despertado de su sopor y ha demostrado una unidad impensable antes del pasado febrero. La candidatura de Ucrania oficialmente declarada abre la vía de la ampliación a Kyiv y, asimismo, a los Balcanes. Una ampliación que transcurrirá por cauces distintos a las anteriores, como ya hemos discutido en “Equipaje de mano”.
Finalmente, China no exterioriza una línea clara respecto del conflicto, más allá de declaraciones generales de apoyo a Putin. Operador ventajista por antonomasia, busca usar la oportunidad en beneficio propio, uniéndose a Rusia en la denuncia de la hegemonía Occidental, y posicionándose como alternativa. La implicación de Pekín tiene dos derivadas. En primer lugar, en cuanto a la utilización del arma nuclear: el Kremlin conoce la oposición frontal y sin ambigüedades de Xi; dada la relación de fuerzas, se trata de una salvaguardia mayor. La segunda es que en el marco de la nueva proyección exterior del Partido Comunista de China, tras el batacazo del cerrojazo COVID, y el consiguiente abandono del mantra de “Guerrero Lobo” presidiendo sus relaciones internacionales, es previsible que más pronto que tarde (se anuncia este mismo viernes) el Imperio del Medio proponga un plan de paz pro forma, a los efectos, principalmente, del “Sur Global” que ansía liderar. Digresión a analizar con pausa, habida cuenta de las filtraciones que parecen confirmarse del envío de armas y municiones a Moscú, que recibió una cortante respuesta de la Casa Blanca.
Y es que, sin perjuicio de la transformación que hemos visto en estos últimos 365 días, la realidad sobre el terreno dicta que, hoy por hoy, no estamos más cerca de resolver la situación que hace un año, cuando Putin se lanzó a sangre y fuego. El pronóstico compartido es que la guerra se va a prolongar; y surge la consiguiente pregunta: ¿cómo y cuánto? La alternativa a la opción maximalista de una derrota total precisa que ambas partes reconozcan el resultado probable, un hito que sigue estando lejano; eso sí, los centros de reflexión modelizan todo tipo de soluciones, entre las que destaca la llamada “solución Chipre” en la que Ucrania entraría en la Unión Europea con una parte de su territorio fuera de su control.
En este contexto, la intervención del presidente ruso del martes, dirigiéndose al Parlamento por primera vez desde abril de 2021, marca un jalón. Cada acto inmoral y brutal está justificado por la santidad del fin político para el Kremlin. Sobresale, así, por lo que no dice y por el tono -combativo, desafiante, sarcástico-. No fue el discurso de objetivos claros, en particular militares, a una nación en guerra; tampoco profirió una amenaza concreta, la esperada escalada, destinada al enemigo designado -Occidente-. El mensaje fue de galvanización de una sociedad, fundado, una vez más, en la descripción de la ofensiva en términos identitarios sobre un supuesto ataque de contrario: mito, sangre, alma primordial, “se trata de la existencia de nuestro país”. Todo ello dirigido a avivar en la opinión pública doméstica un temor difuso a la OTAN y la identificación con la gesta que fue la Gran Guerra Patriótica (que es como se conoce a la Segunda Guerra Mundial en Rusia). Y provocar confusa inquietud en el pueblo americano respecto del calado de su anuncio de no cooperación en materia de control de armas.
Durante casi dos horas, remachó el potencial socioeconómico de su país y la resiliencia superadora de las sanciones. Además, desgranó la consabida letanía de agravios, y se recreó en la supuesta decadencia de Occidente simbolizada por la acusación de pedofilia (la obsesión del mandatario con la homosexualidad es digna de comentario aparte). Putin declaró enfáticamente que “nadie puede derrotar a Rusia”. Se guardó, sin embargo, de mencionar que toda la economía rusa está hoy orientada al esfuerzo de guerra. Tenemos que tomar buena medida de la reconversión en marcha hacia la producción de armas y municiones, que es previsible alcance el suministro de remozados equipos técnicos bélicos en los próximos seis a doce meses.
Por su parte, el viaje sorpresa de Biden a Kyiv del lunes, y su alocución en Varsovia del martes, traducen el compromiso del presidente de Estados Unidos. Explicitan que abandonar a los aliados rubricaría la pérdida total de prestigio y proyección en el mundo. En favor de China. Aunque el futuro de la nación americana no dependa tan directamente del resultado en Ucrania, la Casa Blanca tiene muy presente que en el frente se dirime el interés vital que define a la gran potencia: el crédito y reconocimiento, la imagen de fiabilidad. Y Biden es sabedor de que el triunfo de Putin significaría el sometimiento de la razón y la libertad. De la sociedad abierta.
El reto de Europa es interiorizar que la guerra es también nuestra. Que los miramientos de “no enfadar a la bestia” no tienen ningún sentido, porque, como vimos en su reciente performance, la “bestia” está fuera de sí y se arroga la voluntad de sus conciudadanos. Si bien es cierto que los bálticos y la mayoría de los Estados miembros del antiguo Pacto de Varsovia -con Polonia a la cabeza- llevan tiempo clamando la amenaza existencial que Rusia representa, en París, Berlín y otras capitales, no se ve esta situación con la misma claridad. Se cargan las tintas sobre el derecho humanitario, la defensa del agredido. Pero no: se trata de nuestro porvenir. Es preciso, pues, tomar conciencia plena de que la seguridad del proyecto europeo está inexorablemente vinculada a la resolución favorable del conflicto.
Cualquier razonamiento de futuro pasa por asumir el mensaje que nos llega compendiado por Biden: “Esa noche oscura hace un año, el mundo se estaba preparando para la caída de Kyiv -quizá incluso el final de Ucrania- […] Un año más tarde, Kyiv aguanta. Y Ucrania aguanta. La democracia aguanta.” Sin grandilocuencias, esto -la sociedad abierta, la razón y la libertad- es lo que está en juego en el frente de Ucrania.