“La pachanga en el trabajo es el único ecosistema del mundo donde el becario puede humillar al tipo de recursos humanos”
NotMid 23/05/2022
OPINIÓN
PEDRO SIMÓN
La infancia no termina cuando sabes lo de los Reyes. Ni cuando asumes que no te ganarás la vida como delantero centro. Ni tan siquiera al abandonar el instituto. La infancia termina cuando dejas de jugar con tus amigos al fútbol, cuando alegas cualquier pretexto para no hacerlo, yo qué sé, que te ha nacido un hijo o que se te ha muerto el padre. Si el 127 acaba de cumplir 50 años y todavía ves uno corriendo, no sé por qué no lo va a hacer uno.
Acaso no haya nada más rejuvenecedor que emular un patio de colegio cuando ya tienes edad de provecto profesor. Convocar a 15 o 20 tipos. Jugar cada uno con una camiseta diferente. Ser impares. Rotar en la portería. Ducharse luego en bolas. Y finalmente intentar que no te deje a deber los tres euros del campo precisamente el que más pasta gana de todos.
La pachanga en el trabajo es el único ecosistema del mundo donde un becario puede ridiculizar delante de todos a un director de recursos humanos. Yo conozco a niños que tienen 56 años porque siguen calzándose botas de tacos un jueves y a señores ancianos de 35 que han decidido ponerse nada más que zapatos. Allá cada cual con su forma de pisar en el mundo, de castigar al niño, de ponerle deberes, de pincharle el balón.
«La infancia siempre se nos roba de una u otra manera. La infancia siempre termina igual: se nos expulsa de su centro; se nos arroja, con una espada de fuego, del paraíso. Lo hace el arcángel que carga sobre sus alas el tiempo. La infancia siempre acaba mal: convirtiéndonos en adultos, una de las peores cosas que podemos ser, sobre todo después de haber sido niños».
Lo escribe Carlos Marzal en su delicioso Nunca fuimos más felices, donde reivindica la alegría que nos procura una pelota a pesar del paso del tiempo (o gracias al mismo) y da cuenta de una anécdota ecuménica.
Ocurrió después de una tertulia en el Café Gijón. Allí habían estado los escritores del medio siglo conversando a fondo sobre libros, pongamos, vanguardias, arte. En un momento dado, Paco Brines miró el reloj, se excusó y se fue. Al rato, hizo lo mismo Juan García Hortelano pretextando cualquier cosa. Salieron furtivamente sin decir a dónde iban.
Una hora más tarde, se encontraron en los aledaños del Vicente Calderón. Cara a cara. Como niños. Se jugaba un Atlético-Valencia. Juan era hincha del primero. Paco era forofo del segundo. A los dos, intelectuales reconocidos, les había dado vergüenza reconocer que hay momentos en la vida en que no hay nada más urgente que el fútbol.
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