NotMid 25/01/2024
OPINIÓN
ARCADI ESPADA
La definición más precisa y completa de la palabra terrorismo en el Diccionario dice: «Actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos». Cualquiera reconocerá en ella la actividad del Gobierno de la Generalidad durante los años del Proceso y, en especial, por lo reiterado, lo indiscriminado y la intensidad de alarma social, durante 2017. Este significado de los hechos no tuvo correspondencia jurídica, si bien la primera instructora de la causa, la magistrada Carmen Lamela, imputó al Gobierno de la Generalidad el carácter de organización criminal. La Directiva UE 2017 del Parlamento europeo no reconoce entre los actos terroristas ninguno que encaje con los practicados por el Gobierno de la Generalidad. Aunque sí señala que entre los fines del terrorismo está el intimidar gravemente a una población o el de «desestabilizar gravemente o destruir las estructuras políticas, constitucionales, económicas o sociales fundamentales de un país». La intimidación de una parte sustancial de los ciudadanos de Cataluña y la desestabilización de las estructuras fundamentales del Estado español no solo fueron objetivos manifiestos de los delincuentes nacionalistas, sino que fueron hechos que se produjeron, constatables, al margen de que no fueran suficientes para alcanzar la independencia.
La conversación pública en torno al Proceso se ha instalado, gracias a las cautivas necesidades de Pedro Sánchez, en la irrealidad que profetizaba el título del libro de Rafa Latorre Habrá que jurar que todo esto ha ocurrido. De modo que la obligación de jurar se ha hecho permanente para cualquiera que, como yo mismo, viviese en el cruce de odios de la Cataluña de la segunda década del siglo. Un cruce, también hay que jurarlo, en que una de las partes fue la agresora y la otra la víctima. Por primera vez en su vida mucha gente comprendió en Cataluña de una forma no meramente libresca o imaginativa lo que significaba una Guerra Civil. Por supuesto, la concreción de esa guerra era imposible, por una infinidad de razones taxativas. Pero el gusano del enfrentamiento entre los ciudadanos reptaba en 2017 como lo hizo en los años 30. Y la mejor prueba es que no ciñó su miserable viaje al espacio público sino que penetró en la intimidad de las familias y los afectos, quebrándolos.
Dada la ilusa semántica creativa que el Gobierno ha introducido en la ley de Amnistía a propósito de los delitos de terrorismo, incluida esa asombrosa figura del que podría llamarse «terrorismo negligente» (¡y por esa condición amnistiado!), hay una legitimidad agravada para describir con la palabra justa aquel momento de la vida de Cataluña en que la flagrante ilegalidad de los actos de Gobierno y la actividad de los escuadrones en la calle diseminaron el terror entre aquellos que solo eran culpables de su condición de ciudadanos.