“Ganas de disimular su preocupación no tenía; al contrario. ¿Puede no sentirse interpelado el Gobierno?”
NotMid 25/12/2023
OPINIÓN
EDUARDO ÁLVAREZ
En los nueve años que lleva Felipe VI al frente de la Jefatura del Estado, esta Nochebuena ha sido la primera en la que afrontaba el Discurso de Navidad con su situación familiar bajo control, sin que los ciudadanos estuvieran esperando ya apelación alguna a crisis protagonizadas por los suyos. Pero, por el contrario, el Monarca tenía ante sí esta vez otro desafío no menor: el de abordar en su Mensaje una de las situaciones políticas más anómalas en estos 45 años de democracia, y hacerlo, naturalmente, desde la atalaya de neutralidad y apartidismo de la que jamás se puede mover un ápice el titular de una Monarquía parlamentaria.
No están la cobardía ni la mojigatería entre los defectos de Felipe VI como Rey. Y, del mismo modo en que estos últimos años, con frases como que «los principios éticos están por encima de consideraciones familiares» -máxime en una institución como la Corona en pleno siglo XXI- o que los servidores del Estado tienen que ser «ejemplo de integridad pública y moral», lanzó durísimos e inequívocos reproches a su padre y dejó bien explicado por qué no le ha rehabilitado para la vida institucional -de ahí la ausencia de Don Juan Carlos en un acto como el de la jura de la Constitución de Leonor-, esta vez ha soltado collejas como panes a los representantes políticos que no están evitando «que nunca el germen de la discordia se instale entre nosotros», «un deber moral que tenemos todos».
Se sentirá aludido quien quiera, que a buen entendedor pocas palabras bastan. Pero el contundente Discurso de Navidad es no sólo para enmarcarlo, porque es de los que hacen historia, sino que habrá provocado que a más de uno de nuestros dirigentes se le ponga la cara colorada y se le quede así… por lo menos hasta la próxima Nochebuena.
Si Don Felipe ha dirigido a los españoles un Discurso de tal contundencia es porque muy preocupado debe de estar el Jefe del Estado con la situación ambiental, caracterizada por una polarización extrema y por un peligro más que evidente de que lo disruptivo termine de arrinconar del todo lo consensual. Y ganas de disimular Don Felipe no tenía, antes al contrario. Pero, de justicia es destacarlo, el Rey se puede permitir -incluso muchos dirían que es su obligación hacerlo- sacar tarjeta roja y advertir sin ambages que «todas las instituciones del Estado tenemos el deber de conducirnos con la mayor responsabilidad y procurar siempre los intereses generales de todos los españoles con lealtad a la Constitución» porque cuenta con la auctoritas que le confiere no ya el hecho de ocupar el trono sino el escrúpulo con el que se sienta en él, esto es, habiendo puesto muy alto el listón de la ejemplaridad empezando por él mismo y por quienes integran la institución que encarna, y manteniéndose en cada momento en el carril que marca nuestra Ley Fundamental. No es mal ejercicio leer y escuchar las líneas de los Discursos navideños de Felipe VI como una serie continua.
La defensa de la Constitución se ha convertido en la senda de su reinado. Y no se ha detenido esta vez el Monarca en reivindicar la gran obra del 78, «el mejor ejemplo de la unión y convivencia entre españoles» e «instrumento y garantía imprescindible para que la vida de los españoles pueda seguir discurriendo con confianza, con estabilidad, con certidumbre», que también. Sino que ha lanzado la seria advertencia de que a la Constitución hace falta protegerla. Y que el Jefe del Estado, en un Discurso sin hojarasca, sin concesiones retóricas, sin subterfugios ni eufemismos, haya querido apuntar que «para que la Constitución desarrolle su cometido no sólo se requiere que la respetemos, sino también que conservemos su identidad, lo que la define, lo que significa; su razón de ser como pacto colectivo de todos», -vamos, que no la queramos tanto y la queramos bien- refleja indisimulado malestar por los movimientos tendentes a desnaturalizar nuestra Ley Fundamental.
Se podrá coincidir o no con el diagnóstico del Rey, pero la postura que se ve obligado a adoptar desde luego es cosa seria. Y es a quienes tienen en sus manos la responsabilidad de gobernar, con el presidente Pedro Sánchez a la cabeza, a quienes concierne antes que a nadie dar cuentas a la ciudadanía de qué están haciendo, o que no están queriendo hacer, para «conservar esa identidad» de la Constitución a la que urge el Rey. ¿Puede el Gobierno acaso no sentirse interpelado?
No ha pisado, con todo, el Rey ninguna tierra movediza que pudiera tragárselo, como el barrizal de la amnistía. Pero no ha dejado pasar la ocasión para reivindicarse. Cuando subraya en su Discurso que los españoles «hemos expresado y -sobre todo- defendido nuestros valores constitucionales cuando estos han estado en riesgo», resulta imposible o de una ingenuidad supina no ver un gesto de reafirmación en su actuación el 3-O para, en el ejercicio de sus funciones, contribuir a detener el golpe más grave contra nuestro ordenamiento constitucional desde el 23-F, que fue el desafío independentista en Cataluña. «Fuera del respeto a la Constitución no hay democracia ni convivencia posibles; no hay libertades sino imposición», dice Felipe VI. Y su certero análisis recuerda demasiado al peaje pagado para la presente gobernabilidad, será casualidad.
Cierto es también que el tirón de orejas regio parece ir dirigido no sólo al Gobierno, sino que se extiende también al resto de los poderes y aun al conjunto de fuerzas políticas, que en tantas cuestiones como la reforma del Consejo General del Poder Judicial, por poner un ejemplo de los muchos que a todos se nos vienen a la cabeza, están anteponiendo interés de parte a la «lealtad a la Constitución». También a alguno de los dirigentes que más aplaudan el Discurso puede que se les haya puesto algo rojiza la cara.
Le van a caer igualmente como panes a Don Felipe por parte de los portavoces de muchos partidos que este 25 de diciembre y en días sucesivos valoren sus palabras. Y escucharemos a los más críticos tachar su Discurso de «político» y, sin entrar si quiera en el fondo, juzgarán que se extralimita en su papel. Pero, como subrayan constitucionalistas de prestigio como Javier Tajadura, «el derecho de mensaje es inherente a todo jefe de Estado, y con más sentido aún y más cargado de legitimidad en cualquier monarca de una democracia parlamentaria, figura suprapartidista, neutral e imparcial, que en un presidente de República electo». Otra cosa es que ya le gustaría, suponemos, al Rey que sus mensajes navideños pudieran tener la misma levedad que los de cualquiera de sus pares europeos. Porque también la necesidad de que el Monarca exprima al máximo su función de inspiración y de advertencia nos habla de la anomalía política en la que estamos instalados. Quién sabe hasta cuándo.