La amnistía a Puigdemont convertiría objetivamente al Estado en una democracia dudosa y en la prueba que justificaría la legitimidad de la insurrección nacionalista de octubre de 2017
NotMid 27/08/2023
OPINIÓN
ARCADI ESPADA
(Libertades) Han echado a Salvador Sostres de la tertulia de Carlos Herrera en la Cope. La gota que ha colmado el cáliz ha sido un simpático artículo publicado en Abc, con un puñado de frases beatíficas como esta: «Francisco no cree en Dios, lo usa para sus coletas». Quizá escribió colectas. La cuestión no es discutir la libertad de empresa, en la que yo creo fervorosamente, salvo que se trate de la empresa que me paga. Como en otros casos célebres, hay que fijarse en el hecho de que a Sostres no lo echan por lo que dijo en la emisora, sino por lo que escribió en otra parte. Una curiosa manera de exigir exclusividad, que se extiende: Sostres, tú eres un soldado de Francisco, siempre y en todo lugar. Me parece plausible, pero eso hay que pagarlo bien, capellanes. El otro rasgo de estilo del asunto es el encogimiento de hombros de los locutores, Herrera, Alsina y otros titanes. Su compromiso con la libertad de expresión siempre cumple la misma regla: grandioso si se trata de ecos, mísero si va de susurros.
(Violencias) El Partido Popular ha trazado una distinción entre los grupos parlamentarios que formarán parte del Congreso en la próxima legislatura. Ha decidido que todos ellos son susceptibles de que el partido les dirija la palabra, a excepción de Bildu. Del diálogo con Bildu el Pp podría esperar lo mismo que del que entable con Sumar. O sea que su negativa no tiene coste alguno. De hecho solo le reporta beneficios: negándose a Bildu deja en evidencia al Psoe y añade un pequeño pero significativo plus de legitimidad a su diálogo con Junts. ¡El Pp distingue! Pero la pregunta es si el Pp lo hace por escrupulosas razones morales o por la evidencia de que, si bien el diálogo con Bildu no le dará nunca buenos resultados, este no es el caso de Junts.
Negarse a hablar con un partido es incluir la razón ad hominem en los usos de la política. La izquierda española hace exactamente lo mismo con Vox. La base de la política es la discusión y negociación sobre textos, por así decirlo, y la descalificación ad hominem es puramente excepcional. Entre Bildu y el resto de partidos españoles hay una diferencia: la condena de la actividad criminal de Eta. Pero la inmensa mayoría de esos partidos no consideran que la diferencia les impida hablar (y negociar, y acordar) con Bildu. No siempre las mayorías son sinónimos de verdad ni de rectitud moral, por supuesto. El problema principal para Bildu de la negativa a condenar la violencia de Eta es que refuerza sus vínculos genealógicos con el terrorismo. A un cierto Partido Popular le pasó algo parecido por su renuencia a condenar el franquismo. Pero la identificación genealógica entre Eta y Bildu presenta una discontinuidad, que es la condena de la violencia como método de lucha política. Una condena que figura en los estatutos del principal partido de la coalición, Sortu (aunque de otro modo no habría sido legalizado), y en algunos documentos producidos por la propia coalición. Así pues, las razones para rechazar el diálogo con Bildu están alojadas en el relato del pasado que hacen sus miembros. No se trata de una insignificancia, desde luego, entre otras razones porque ese relato actúa políticamente sobre el presente. Pero semejante firmeza moral y política obliga a ser aplicada en todas las direcciones.
Como demostró José María Albert de Paco en un artículo de hace años en El Mundo, el joven Puigdemont asumió, en sus tiempos de periodista en Gerona, parte de la lengua terrorista y no pocas de las justificaciones últimas de sus actos. Pero su condena del terrorismo no ofrece hoy dudas. Es significativo que en sus dos libros de memorias llame «banda terrorista» a Eta: no es un vocabulario corriente en el independentismo catalán. Pero esta condena del asesinato político como método no implica que su conducta sea la de un demócrata. Desde que el 12 de enero de 2016 fue nombrado el 130 presidente de la Generalidad su estrategia política ha sido la de la insurrección. No solo alentó el levantamiento de sus partidarios contra el Estado, sino también contra la mitad más uno de los ciudadanos de Cataluña, contrarios al Proceso. No es raro que su tóxica propaganda, pagada con impuestos, insistiera una y otra vez en el carácter pacífico de su actividad. Ninguna insurrección lo es, y no lo fue la catalana. Su violencia fue especialmente indigna, con una mullida y sentimental force de frappe compuesta de viejas y hasta de niños, sistemáticamente colocados en los llamados colegios electorales para enmascarar la secuencia lógica de los hechos y hacer responsable a la Policía -la ejemplar Policía del 1 de octubre- de una violencia que no solo era la única legítima sino, además, reactiva.
Hasta el momento, Puigdemont no ha mostrado el menor arrepentimiento por su crucial protagonismo en estos hechos. Todo lo contrario: no ha renunciado ni explícita ni implícitamente a la vía insurreccional. La negativa a exhibir el mencionado arrepentimiento con ocasión de los indultos y su condición de prófugo, que considera al Estado español indigno de juzgarle, lo corroboran más allá de cualquier retórica. Su insistencia en la amnistía no pretende resolver únicamente algunos problemas legales y económicos, suyos y de sus partidarios. La amnistía convertiría objetivamente al Estado en una democracia dudosa y en la prueba que justificaría la legitimidad de la insurrección nacionalista de octubre de 2017.
Desde el día en que perdió las elecciones, el Pp ha dado graves muestras de torpeza política. Y ningún ejemplo es tan hiriente como el de defender el diálogo con Puigdemont, negándose a hacer lo mismo con Bildu y envaneciéndose de la corrección de sus asimetrías. Si la negativa a condenar la violencia política del pasado es razón suficiente para suspender cualquier diálogo con los negacionistas (¡por fin un uso técnico de la palabrota!), cómo no habrá de serlo la negativa a condenar la violencia del presente, y la obstinación en su carácter justo y en la voluntad de volverlo a hacer.
Casi todas las conclusiones desmoralizadoras que se derivan de este paisaje -y la primera y seminal: que haya diálogo y petición de acuerdos con partidos que pretenden destruir el Estado democrático- pueden también aplicarse, obviamente, al Psoe y al presidente del Gobierno. Pero no todas. De su envilecimiento, los socialistas habrán obtenido el poder. Feijóo, solo el descrédito.
(Ganado el 26 de agosto, a las 12:02, alegre y convencido, y presto a irme a luchar allí, de que la estrepitosa batalla final entre nacionalismos va a librarse en Valencia, donde sus hembras ponen alma, ponen vida y reprochan a los consejeros de Vox que escriban el llamado valenciano con faltas de ortografía (verbi y gracia: «José Luis Aguirre analisa en el Grup Tragsa l’eixecució de proyectes en marcha»), sin que en su arrebato comprendan que las lenguas, la identidad, la nación y hasta Valencia solo son falta de ortografía in progress)