El presidente chino despide 2022 con el aumento de muertes por coronavirus en todo el país y con Vladimir Putin como su principal socio ante el aislamiento de Occidente
NotMid 31/12/2022
ASIA
Xi Jinping ha vivido dentro de su gigantesca casa el año más alborotado desde que se sentó en el trono de Pekín hace una década. Tuvo su momento triunfal al revalidar a los 69 años un tercer mandato como secretario general del Partido Comunista, afianzando su estatus como el líder supremo más poderoso de China desde la época de Mao Zedong. Pero despide 2022 dejando un país asediado por una oleada de muertes sin precedentes por Covid y sellando su gran alianza internacional con el invasor Vladimir Putin.
Que Xi celebrara una videollamada con Putin el viernes comprometiéndose a una mayor cooperación militar, justo cuando Rusia está lanzando una de las mayores ofensivas con misiles por toda Ucrania, y con China arrasada por primera vez por el virus, mientras el mundo mira alertado de nuevo al gripado gigante asiático, se puede interpretar como una declaración de intenciones de cara al año entrante: busca fortalecer un frente común de autocracias contra Estados Unidos. Y hacerlo mientras trata de convencer a las democracias de Occidente de que hace mucho frío en un mundo dividido por bloques y que el abrigo de Pekín estará abierto, siempre y cuando no sigan a Washington en su empeño en convertir a Taiwan en el epicentro de la nueva Guerra Fría.
El año de Xi comenzó con la propaganda china vendiendo el éxito de sus medidas de contención para mantener a raya al coronavirus y siendo el anfitrión de unos Juegos Olímpicos de Invierno. Pero ha acabado con la draconiana política de Covid cero, que estaba arruinando la economía, devorada por las mayores protestas sociales en décadas.
Fue el fuego del norte el que prendió la mecha: un incendio en un bloque de viviendas de Urumqi, capital de Xinjiang, donde murieron 10 personas que no pudieron escapar a tiempo porque su urbanización estaba bloqueada por un confinamiento, desató una furia en línea que saltó de la red a muchos rincones del país. “Queremos libertad”, gritaban los jóvenes de Shanghai. Y los de Pekín. Y los de Guagzhou. Y los de Wuhan.
Incluso se encendieron tanto las protestas cuando la policía trató de reprimirlas, que la furia ciudadana apuntó directamente al Gobierno de Xi. “No a la dictadura, queremos democracia. No necesitamos un dictador, queremos derecho a votar”, fue uno de los eslóganes que cantaron los manifestantes de Shanghai. Un par de meses antes, otra protesta inusual descolgaba en forma de pancarta desde un puente de Pekín. “Huelga para eliminar al dictador y traidor nacional Xi Jinping”, se podía leer. Eso ocurrió tres días antes de que se celebrara el congreso del Partido Comunista donde salió reelegido Xi. Aquella protesta no tuvo ningún impacto político, todo lo contrario que la de finales de año.
Una semana después de las manifestaciones, Pekín, temeroso de que se rompiera la estabilidad que tanto apremia para controlar el país, adelantó sus planes y puso fin al Covid cero, primero levantando la política de confinamientos masivos, y después anunciando que abrirían unas fronteras que han estado tres años herméticamente cerradas, y con Xi Jinping sin salir de ellas durante más de 1.000 días. No fue hasta el pasado septiembre cuando decidió al fin poner un pie fuera de China para asistir a una cumbre regional en Asia Central donde se vio cara a cara con Putin.
Después de haber liberado a su país de la prisión del Covid cero, Xi ahora tratará de lograr una estabilidad económica sacudida por un crecimiento muy por debajo del objetivo marcado. Aunque en Pekín saben que la batalla contra el virus va para largo. Hasta al menos primavera, pronostican los expertos. Entonces, siguiendo con los presagios, en China pueden haber muerto más de un millón y medio de personas por Covid.
Una masacre en un país que ha tenido tres años para invertir en su frágil sistema sanitario, hacer acopio de medicamentos y vacunar a sus ciudadanos más vulnerables. Pero que ha destinado el dinero a un control masivo de una población prácticamente virgen en Covid con testeos diarios y confinamientos. Y, de pronto, abre todas sus puertas de golpe. De tolerancia cero al virus a convivir masivamente con él. Literal.
Fuera del país algunos analistas se preguntan estos días si el caos actual va a provocar algún terremoto en la élite política de Pekín. Pero las protestas sociales que estallaron a finales de año iban mayoritariamente contra el difunto Covid cero, no contra Xi Jinping. Casi todos aquellos que tomaron las calles ya se han contagiado y ahora celebran que pueden disfrutar de esa libertad -relativa siempre en China– que tanto anhelaban.
Agencias