No trascenderá esta legislatura de Pedro Sánchez por el consenso desplegado ni por la calibración de los efectos de sus políticas, como ha vuelto a poner de manifiesto el nuevo impuesto a la banca.
NotMid 25/07/2022
OPINIÓN
No trascenderá esta legislatura de Pedro Sánchez por el consenso desplegado ni por la calibración de los efectos de sus políticas, como ha vuelto a poner de manifiesto el nuevo impuesto a la banca. Bajo la coartada de una supuesta búsqueda de mayor «justicia social», hemos conocido durante este mandato una acción de gobierno que escasamente ha intentado alcanzar grandes pactos con la oposición -cuyo principal partido tampoco mostró un interés colaborativo con Pablo Casado al frente-. El presidente ha batido récords en el uso de los decretos ley para legislar de forma unilateral sin someter sus normas a la convalidación parlamentaria. Más allá del uso y abuso de la prerrogativa, tal proceder demuestra que las medidas impulsadas por el Ejecutivo han sido polémicas y -lo que debería invitar a una reflexión en su seno- gran parte de ellas han carecido de efectividad y han acarreado un efecto contrario al pretendido. Sobre todo las referidas al «escudo social».
Es lo propio de actuaciones que se emprenden sin más fundamento que el atraerse al electorado sin importar que por el camino se degenere el sistema. Este riesgo se vuelve a correr ahora con la implantación del nuevo impuesto a la banca y con la promesa de Pedro Sánchez de impedir que el sector repercuta la mayor presión fiscal en los clientes. Se trata de una promesa de complicado ajuste legal, de una iniciativa que amenaza la seguridad jurídica y que dada su incompetencia puede ahuyentar a la inversión extranjera en nuestro país.
Para empezar, no se puede comprender que un presidente del Gobierno juegue a estigmatizar ante la sociedad a un sector con el que el ciudadano mantiene una relación constante y primaria. Las palabras de Sánchez insultando a la banca minan cualquier clima constructivo si lo que se busca en verdad es una mayor contribución por parte de las entidades. Consciente de ello -una vez se anunció el impuesto en el Debate sobre el estado de la Nación para opacar las grietas de la coalición de gobierno– la vicepresidenta primera, Nadia Calviño, trató de encauzar la relación con representantes bancarios del más alto nivel, pero el daño ocasionado -tanto de imagen como de negocio- será difícil de resarcir.
Impedir a través de nuestro ordenamiento jurídico que el gravamen se repercuta sobre los clientes bien puede considerarse una aberración legal que, además, tiene consecuencias imprevisibles. La más lógica es que pueda acabar afectando a la solvencia de las entidades. Pero el sector no será el único afectado. Tanto el Banco de España como el Banco Central Europeo han advertido de que dicha norma podría influir negativamente al crédito, con todo lo que ello supone para el crecimiento económico, y que a la larga quienes saldrían perjudicadas serían las de siempre: las familias. Es un ejercicio casi imposible huir de las palabras gruesas para explicar lo que implica este plan del Gobierno; elaborado sin consenso ni con los afectados ni con el PP, que ya adelanta al PSOE en las encuestas. Estamos ante un acto irresponsable, de demagogia y populismo.