Los que desde la derecha añoraban mayor rigor doctrinario obviaban la primacía evangélica de los desheredados
NotMid 21/04/2025
OPINIÓN
JORGE BUSTOS
No ha muerto un hombre bueno sino un hombre incómodo, valga la redundancia. Es decir, ha muerto un cristiano. Sobre la institución viva más antigua acumulamos todos tantas opiniones que fácilmente olvidamos (empezando por ella misma) su propósito originario: traer al mundo, como su fundador, no la paz sino la guerra a golpe de mejilla. A fuerza de poner amor donde reina el odio por defecto. El programa resulta tan exigente para la condición humana que Oscar Wilde -otro cristiano escandaloso- concluyó que en buena medida permanecía inédito en la historia de Occidente, con la salvedad de excéntricos como precisamente San Francisco.
De modo que Bergoglio, primer papa jesuita y primero americano, adoptó el nombre del revolucionario de Asís para terminar de echarse encima la insensata tarea que ha acabado aplastando sus pulmones. Pero así es como hay que morir: solamente después de haber vaciado la vida en el servicio a una idea más poderosa que nosotros mismos. En este caso la idea incomodísima, siempre pionera, de la caridad.
¿Ha sido entonces un buen Papa? Desde luego, logró causar escándalo en nuestros dos grandes grupos de fariseos. Unos arrimaban a la sardina del interés político el ascua de su opción preferencial por los pobres o los inmigrantes, aunque terminaban lamentando que no bendijera el aborto ni se aviniera a ordenar obispos trans. Otros contemplaban las imágenes traumáticas de una audiencia suya con Ada Colau o con Yolanda Díaz y echaban de menos los buenos tiempos de la venta de indulgencias o del tráfico de títulos nobiliarios.
Los que desde la izquierda veían en Bergoglio a un político progresista estaban materialmente cegados para legitimar su autoridad moral como sucesor de san Pedro, no digamos ya como vicario de Cristo. Los que desde la derecha añoraban mayor rigor doctrinario obviaban íntimamente la primacía evangélica de los desheredados. Ni unos ni otros asumen el programa en su conjunto, porque es un programa humanamente imposible de asumir. Y ahí está la gracia.
Todo el mundo tiene una opinión sobre el legado del Papa argentino y tiene otra igual de tajante sobre el rumbo que ahora debe tomar la Iglesia católica, pertenezca o no a ella. Y no debería molestar a los obispos el intrusismo profesional de cualquier tertuliano incapaz de encontrar una oración en una biblia, porque esa voluntad de intervención entraña el reconocimiento de la capacidad real de influencia que conserva el Vaticano. La visible emoción en el rostro de un contrito Milei durante su encuentro personal con el compatriota al que había insultado me pareció suficientemente significativa de ese poder. Y me atrevo a vaticinar -y perdonadme si no arriesgo demasiado- que si el catolicismo español sobrevivió a Azaña (que aprendió tarde la vieja lección de la paz, de la piedad y del perdón), con bastantes más razones sobrevivirá a Pedro Sánchez. Y seguramente saldrá reforzado.
Ahora proliferarán las quinielas de los vaticanistas sobrevenidos. Se declara abierta la divertida veda de los sexadores ideológicos de papables. Se trata de proyectar las taxonomías políticas del columnista al uso sobre el cónclave y repartir salomónicamente las etiquetas de conservador o de aperturista, que a la muerte de Francisco toca leer al revés: la ruptura vendría de la mano de un retorno a la ortodoxia de raíz europea, mientras que el continuismo quedaría representado por los herederos de la sensibilidad periférica de Bergoglio. Entendiendo por periferia no solo un lugar físico, equivalente a la geografía del dolor de las villas miseria, sino un ámbito social y también existencial. La titilante respuesta al misterio que enunció Camus: “Los hombres mueren, y no son felices”.
Jorge Mario Bergoglio, con sus aciertos y sus errores, ha supuesto para la Iglesia un aldabonazo de periferia en el corazón mismo de Roma. O sea, en el corazón de esta Europa que gira confusamente sobre sí misma, agitada por nostalgias oscuras y en espera de liderazgos verosímiles, que se prepara para revivir los desafíos de ayer sin los valores de ayer.
Será un alivio que en mitad de tanta confusión vuelva a oírse pronto una voz clara, una que mide los días por el rasero reposado de los milenios y que recuerde la bienaventuranza prometida a los hombres de buena voluntad.