NotMid 01/12/2022
OPINIÓN
ALAN BARROSO
Los primeros meses de 1930 fueron intensos en Madrid. La dictadura de Miguel Primo de Rivera acababa de desmoronarse, el rey Alfonso XIII perdía apoyos progresivamente y el país estaba a las puertas de un gran cambio. En aquel Madrid turbulento que transitaba entre la dictadura y la república, el reputado economista británico John Maynard Keynes ofreció una conferencia en la Residencia de Estudiantes titulada Las posibilidades económicas para nuestros nietos en la que hizo dos predicciones de futuro. La primera es que en cien años el ingreso per cápita aumentaría entre cuatro y ocho veces respecto a 1930. La segunda es que esa situación de riqueza generalizada facilitaría la reducción del trabajo necesario a quince horas semanales por persona. La primera se ha cumplido. La segunda está lejos de hacerse realidad. ¿Por qué?
Keynes defendía que la riqueza de la que disfrutaría la generación de sus nietos y los avances tecnológicos que se irían produciendo permitirían a las generaciones futuras (es decir, nosotros) reducir la jornada laboral hasta las tres horas diarias con las que se podrían satisfacer nuestras necesidades. En aquel momento era un horizonte lejano, pero también lo era aumentar los ingresos entre cuatro y ocho veces y se consiguió. Sin embargo, pasados los años en vez de liberar tiempo de trabajo solamente se ha mantenido (o aumentado) y para satisfacer las necesidades básicas en muchas ocasiones incluso hay que sumar dos jornadas laborales mal pagadas.
España se encuentra a la cabeza de los países de la OCDE en longitud de la jornada laboral y con una de las mayores tasas de trabajadores que, a pesar de tener un empleo, son pobres
El contexto en el que Keynes pronunció aquellas predicciones es relevante. Apenas once años antes, en 1919, España se había convertido en uno de los primeros países del mundo en conquistar la jornada laboral de ocho horas. Antes de eso, en la España de principios del siglo XX, trabajar de sol a sol no era solo una expresión, era una realidad. Los españoles tenían jornadas laborales que iban de las doce hasta las dieciocho horas. Sin embargo, la Huelga de la Canadiense en Barcelona acabó logrando que el presidente del gobierno, el Conde de Romanones, firmase el decreto por el cual se estableció la jornada laboral de cuarenta horas semanales por primera vez en España. Más de cien años después, seguimos teniendo la misma jornada laboral que se conquistó en 1919.
Hoy en día España se encuentra a la cabeza de los países de la OCDE en longitud de la jornada laboral y con una de las mayores tasas de trabajadores que, a pesar de tener un empleo, son pobres. Contrasta con alguna de las economías más dinámicas de Europa y del mundo en las que no solo se trabaja menos horas que en España sino que además son más productivas. ¿Esa diferencia se debe a ese manido estereotipo que dice que los españoles somos más vagos, no nos gusta trabajar y por lo tanto somos demasiado poco productivos como para satisfacer la predicción de Keynes? En absoluto. Se debe a que el crecimiento económico de España en las últimas décadas se ha fiado casi por completo al empleo precario, estacional y de bajo valor añadido cuyos beneficios se acumulan en pocas manos en vez de apoyarse sobre la mejora de la productividad, la innovación o el conocimiento. Y el resultado, evidentemente, ha sido el estancamiento en la productividad y la única competencia a través del abaratamiento de sueldos y de trabajos precarios. Y por supuesto, de sol a sol.
Hoy Keynes volvería a Madrid y vería satisfecho como su predicción del aumento de los ingresos se había cumplido con solidez. Sin embargo, al ver que las jornadas laborales no se han reducido en consonancia (sino que incluso han aumentado) se sentiría decepcionado. No tanto por un fallo suyo, sino por un fallo nuestro como sociedad que, habiendo multiplicado sus ingresos, no ha sido capaz de repartir su riqueza lo suficiente como para reducir tiempo de trabajo y ganar tiempo de vida. Si hoy Keynes volviese a Madrid sería para decir: hay que luchar hasta que veas más a tus hijos que a tus jefes.