NotMid 22/02/2023
OPINIÓN
MIRA MILOSEVICH
La guerra de Ucrania arroja varias lecciones geopolíticas importantes, pero entre ellas destacan dos en particular. Se veía venir la primera antes incluso del comienzo de la guerra: si Rusia alcanzara sus objetivos neoimperialistas, ello significaría el fin del orden internacional creado después de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, y el de la seguridad y la defensa en Europa. Desde entonces, la guerra ha consolidado el bloque de los países que integran la relación transatlántica con los del Occidente plus (Corea del Sur, Japón, Australia, Nueva Zelanda), unidos, bajo el liderazgo de EEUU, por su decisión de ayudar a Ucrania -económica, política y militarmente- en su lucha contra el invasor. La segunda lección es que la mayor guerra en Europa desde la Segunda Guerra Mundial ha revelado la división planetaria entre el Occidente ampliado y el mal llamado Sur Global (concepto que se usaba en estudios sobre descolonización para referirse a los países subdesarrollados o del «Tercer Mundo»). Los países de dicho Sur Global (que el Kremlin denomina «la mayoría mundial») no se han unido a la coalición contra la agresión rusa. A pesar de la consolidación del bloque que defiende el orden liberal, el internacional no va hacia una división bipolar como durante la Guerra Fría, sino hacia una fragmentación en la que las potencias revisionistas (Rusia, China, Irán y Corea del Norte, entre otras) amenazarán los frágiles equilibrios del poder que posibilitan la paz.
Henry Kissinger, en Orden mundial, afirma que no existe tal cosa como la que da título a su libro. Con todo, lo que solemos llamar «orden mundial» consiste en una distribución del poder basada en dos elementos: un equilibrio del poder y un consenso sobre las reglas de comportamiento mutuo entre Estados. El actual orden europeo de seguridad refleja aún el equilibrio entre EEUU y Rusia al final de una Guerra Fría que, aunque el Kremlin se niegue a reconocer, ganaron los estadounidenses. La victoria fue interpretada por Occidente como el derecho a ampliar las instituciones internacionales creadas tras la Segunda Guerra Mundial para contener a la Unión Soviética. Rusia fue excluida de este nuevo orden por su rechazo a subordinarse al liderazgo de Washington. La invasión de Ucrania es la consecuencia del revisionismo y revanchismo ruso por su derrota en la Guerra Fría, pero, sobre todo, de su incapacidad para convertirse en un Estado-nación, esto es, de renunciar a sus ambiciones imperialistas y reconocer la soberanía e integridad territorial de los Estados surgidos de las ruinas de la URSS. Rusia había desafiado ya el nuevo orden de seguridad europeo invadiendo Georgia en 2008 y anexionándose Crimea en 2014, pero ni los europeos ni los estadounidenses estaban dispuestos a enfrentarse a Rusia, ni siquiera a imponer unas sanciones económicas que perjudicarían a la UE debido a su imprudente dependencia de las importaciones de energía rusa. Desde entonces, la situación empeoró y ni las medidas de disuasión ni las sanciones limitadas fueron suficientes para frenar el revisionismo del Kremlin. ¿Por qué Occidente ha respondido ahora de forma tan contundente?
Un factor importante es la voluntad de los ucranianos de vencer en esta guerra. Otro factor a tener en cuenta es el liderazgo de EEUU. Solo el compromiso de Washington tiene capacidad de crear una alianza sólida, así como de garantizar que ningún país europeo se enfrentará en soledad a Rusia, como se ha demostrado en el debate sobre el envío de tanques a Ucrania, cuando Alemania se negó a hacerlo si no lo hacía EEUU. Además, debido al sistemático desarme de Europa tras el final de la Guerra Fría, a causa de la convicción -de las élites políticas de Bruselas- de que una guerra convencional no sería probable en adelante sobre suelo europeo, EEUU sigue siendo aún el «arsenal de la democracia», como lo definió en su día Franklin D. Roosevelt.
Pero el factor más importante, base de todo orden internacional, es la necesidad del equilibrio del poder. Como en siglos pasados, la lógica del equilibrio y la disuasión han entrado finalmente en juego contra Vladimir Putin. En otros tiempos, los europeos se negaron a permitir que la Francia napoleónica o la Alemania nazi se convirtieran en las potencias hegemónicas del viejo continente y, para impedirlo, para equilibrar el poder, establecieron alianzas. Hoy la mayor parte de Europa, con excepción de Hungría y Serbia, se ha convertido en una coalición como las de entonces, acuciada por el temor racional al neoimperialismo del Kremlin y por el deseo de conservar el orden liberal. La eterna lección es clara: sic semper tyrannis, llámense Napoleón, Hitler o Putin.
La gravedad de la división entre el Occidente ampliado y el Sur Global se refleja en que solo el 16,1% de la población mundial (que produce el 61,2% del PIB mundial) ha impuesto sanciones a Rusia. El resto contempla la guerra en Ucrania como un asunto europeo, no como una violación del orden internacional. Rusia ha logrado triunfar en sus campañas de desinformación en África, América Latina y Oriente Medio con su mensaje «anticolonial», presentándose como una víctima del imperialismo y hegemonismo estadounidense, gracias al resentimiento de las antiguas colonias europeas, al apoyo militar y financiero de la URSS en el proceso de descolonización y a la presencia del Grupo Wagner en la solución de los problemas de terrorismo y Estados fallidos en África, sobre todo en la zona del Sahel. En dicho continente, la estrategia de Rusia se ha visto reforzada por la propaganda del Kremlin, que retrató a Rusia como un baluarte contra el aventurerismo de Occidente en países como Irak y Libia. En este último, el derrocamiento de Muamar Gadafi, respaldado por Occidente en 2011, provocó una avalancha de armas y combatientes que sigue desestabilizando el Sahel a día de hoy. El apoyo a Rusia o la neutralidad respecto a su agresión en Ucrania representan la otra cara de la moneda, la del rencor de quienes ven la llamada occidental a defender Ucrania como una desviación de los asuntos más perentorios: la deuda y la recuperación económica después de la pandemia, así como el cambio climático, que no pueden afrontar solos sin la ayuda prometida por Occidente.
La guerra en Ucrania ha acercado también a las potencias revisionistas, sobre todo a China y Rusia. Pekín divulga la narrativa rusa sobre la responsabilidad de la OTAN en la invasión, porque su objetivo es que Moscú gane la guerra, pues lo contrario significaría el fortalecimiento de EEUU, su principal enemigo.
Yevgueni Primakov, que fue primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores de Rusia entre 1996 y 1999, fijó las condiciones para que Rusia recuperara su estatus de gran potencia: conservar la influencia en las zonas «de interés privilegiado» dentro del espacio post-soviético y «triangular» las relaciones exteriores con China, India y otros países de la «mayoría mundial» para socavar el poder de Occidente. El apoyo de este a Ucrania demuestra que ya no está dispuesto a tolerar las ambiciones neoimperialistas de Rusia en los países de su vecindad. Sin embargo, la brecha que la guerra en Ucrania ha puesto de relieve entre Occidente y el Sur Global no solo pone de manifiesto que la gran mayoría del planeta no acepta ya el orden internacional posterior a la Guerra Fría, sino que entre las potencias revisionistas que lo socavan directamente y los países que han perdido la confianza en él lo han debilitado ya hasta su fragmentación. Occidente ganó la Guerra Fría, pero ha perdido la paz.
Mira Milosevich es investigadora principal de Real Instituto Elcano y escritora