La vida en una unidad ucraniana, en la región donde se combate a sangre y fuego el destino del país, su descarnada rutina diaria que ahora entra en un decisivo segundo año de conflicto bélico
NotMid 23/02/2023
MUNDO
Atravesamos una puerta de metal y encontramos una cocina. Si no te quitas el abrigo no hace demasiado frío. Olga, militar profesional, ha dejado el uniforme para vestirse con una falda y una blusa. Ahora prepara una sopa de verduras que ya borbotea en el puchero y cuyo olor despierta el hambre en la docena de tanquistas que llega de la cruel tormenta de nieve. Tienen rostros serios, afilados, cansados y sin afeitar. Caras de llevar meses combatiendo y de permanecer muchas horas entre las fauces de la muerte. Peluqueros, mecánicos, panaderos y electricistas de vidas comunes, ahora convertidos en tipos de piel dura, sin un gramo de grasa extra, que han pasado de tomarse una cerveza con los amigos hace un año a matar rusos en el campo de batalla para luego dormir como bebés.
Olga es la madre militar de todos ellos y les hace descalzarse en la entrada para que no lo llenen todo de barro. Algunos beben té y mojan galletas en un bote de leche condensaba abierto con una bayoneta.
Bogdan, de 21 años, nos cuenta que quiere ser periodista, pero que ahora la prioridad es la victoria. Sabe que se ha alistado en una batalla justa y eso le da paz. Él mismo se ha encargado de interrogar a los prisioneros rusos que han capturado.
– ¿Qué os cuentan los prisioneros rusos?
– Estos son mercenarios de Wagner y presos de las cárceles rusas. Los capturamos porque así podemos intercambiarlos con los nuestros. Dicen que ellos querían enfrentarse a los nazis ucranianos, pero cuando ven que eso de los nazis es una mentira se quedan sin habla. Suele llevar cada uno un puñado de preservativos.
– ¿Para qué?
– Para violar ucranianas.
– ¿Qué puedes contarme de los muertos en Bajmut?
– No escondemos que hemos tenido muchas bajas, pero el campo de batalla lo hemos dejado alfombrado de cadáveres de ‘orcos’. [En este momento, muestra un vídeo con cientos de muertos rusos en tierra de nadie grabado desde un dron].
Ésta es la casa de alguien que huyó de la invasión, una familia con hijos pequeños y al menos un estudiante porque hay juguetes amontonados en un rincón y un escritorio con libros universitarios. Ahora está ocupada por la 10ª Brigada de Montaña del ejército de Ucrania, que la mantiene pulcra. No podemos decir cómo se llama la aldea porque el enemigo lo lee todo. Pero nos encontramos en algún punto del frente cerca de Soledar, junto a la ciudad de Bajmut, el Stalingrado de Ucrania, objeto de deseo propagandístico de Vladimir Putin y sus mercenarios de Wagner desde hace siete meses. De vez en cuando, un proyectil de artillería cae cerca, interrumpe las conversaciones, hace vibrar los cristales y sirve de recordatorio de que la picadora de carne de la guerra está muy cerca. Yuri, comandante del grupo, pasa por la cocina a tomar un té. Aprovechamos para preguntarle:
– ¿Podéis recoger vuestros muertos del campo de batalla?
– En teoría sí. Varias veces hemos pactado con ellos una hora de alto el fuego sólo para retirar los cadáveres. Pero la última vez los rusos incumplieron y comenzaron a disparar.
Nos invitan, después de comer, a ver los carros de combate con los que hacen frente a los mercenarios rusos que tratan de ocupar Bajmut. La nevada del siglo ha borrado los caminos, así que avanzamos siguiendo las huellas rodantes del coche de Bogdan, a tientas entre ráfagas de copos del tamaño de un pompón. A los pocos minutos emergen una decena de tanques cubiertos de nieve con la bandera de Ucrania pintada a brocha en los laterales. Una tripulación, con sus viejos cascos acolchados, nos explica que van modernizando su brigada “gracias a los tanques que abandona el enemigo”. “Mira, esos dos de ahí son T80 de los rusos modernizados en 2019. Tardamos una semana en aprender a manejarlos, así que no tendremos problemas con los Leopard”, dice Roman fumando un cigarrillo de liar.
UNA OPERACIÓN DE TRES DÍAS QUE CUMPLE UN AÑO
La Operación Militar Especial planificada para durar tres días cumple su primer año con ejércitos enormes no vistos desde la Segunda Guerra Mundial chocando en frentes de cientos de kilómetros en una escalada que no conoce el freno.
En la memoria quedarán las humillantes derrotas rusas de Kiev, Járkiv y Jersón, sus objetivos confusos, las regiones devastadas y una montaña de muertos. Igual que Hitler comenzó su guerra en la Cancillería de Berlín y la terminó en el búnker de ese mismo edificio, el destino de esta guerra se escribe en el mismo lugar en el que comenzó en 2014 con la revolución del Maidán y la entrega descontrolada de armas por parte de Moscú a los separatistas prorrusos, que provocó, por ejemplo, el derribo de un avión de pasajeros de Malaysia Airlines con casi 300 muertos y una guerra civil con 14.000 fallecidos entre los dos bandos.
El corazón de esta región llamada Donbás es hoy el lugar en el que Putin y Zelenski congregan a sus mejores tropas, sus recursos blindados, la aviación y todo aquello que se puede lanzar al combate. Vecinos casi no quedan porque vivir aquí es convivir con la muerte. El campo de batalla lo domina la artillería, el dedo de Dios para el ejército ruso, que la idolatra desde su victoria en Stalingrado, Kursk o Berlín. Su retumbar es el pulso de la tierra, la banda sonora de sus aldeas y ciudades. Ucrania responde con sus obuses entregados por la OTAN en duelos artilleros que parecen sacados de Verdún o del Somme, en la Gran Guerra de 1917. En algunos puntos los rusos han perdido hasta 20 soldados por cada metro avanzado.
La gasolina, la sangre de la guerra, llega en largos convoyes logísticos desde Járkiv o Dnipro. Cuesta comprar un café en Sloviansk o Kramatorsk, pero vemos millones de cajas de munición abandonadas, trincheras cavadas en cada parque como arrugas en el rostro de una anciana y soldados que aún no se afeitan camino del frente en vehículos blindados con forma de ataúd. Es el Donbás a sangre y fuego.
Encontramos sitio en uno de los pocos hoteles que quedan abiertos en la región. Un autobús de militares ucranianos baja a nuestro lado y se instala en las habitaciones junto a nosotros. La moqueta está llena de manchas de algo que podría ser sangre. Un ratón correteando por el baño demuestra que el garito pasó por tiempos mejores. La propietaria, que ve una película en una televisión rusa, algo que está terminantemente prohibido, lleva un chaleco con todos los parches militares de las unidades que han pernoctado en su establecimiento y nos cuenta que los rusos atacaron el establecimiento ya en verano.
– Podéis calmaros, porque nunca atacan dos veces el mismo lugar.
– Nos quedamos mucho más tranquilos, señora.
LA SINFONÍA DE TODAS LAS COSAS QUE PUEDEN MATAR
La noche se llena de luz. El resplandor de una explosión se refleja en el espejo del cielo. Un segundo después, las paredes del hotel se mueven con temblor de terremoto y luego todo vuelve al silencio. No es fácil dormir en la oscuridad del Donbás. En este escenario los oídos se convierten en el sentido más afilado. Trata uno de distinguir los proyectiles de salida, lanzados por los ucranianos, o de llegada, disparados por los rusos, los helicópteros en vuelo rasante con fuego de cohetes como si fueran dragones, aviones de combate a baja cota, misiles termobáricos, de crucero y otras miles de cosas que pueden matar a muchos kilómetros de distancia y que forman una sinfonía sin fin.
Los militares que residen en el hotel son del regimiento Karpatian Sich y han venido a hacer el recuento de los muertos de su unidad en el matadero de Bajmut. “Es una labor ingrata, pero alguien tiene que hacerlo”, comenta espartano el capitán. Igual que los de la 10ª de Montaña, provienen de la región alpina de Transcarpatia. Bogdan explica que ésa es la razón por la que el sobrenombre de la unidad es Edelweiss, una flor que sólo crece en las cordilleras.
Hay varios negocios que han multiplicado beneficios este último año en Ucrania: la carpintería de ataúdes, la sastrería de uniformes de combate, las fábricas de balas y los estancos de tabaco. En la guerra se fuma mucho, se disparan miles de proyectiles cada segundo y también se muere en proporciones no vistas desde hace 85 años. Pero a estas empresas pujantes se les ha unido otro sector en las últimas semanas. Muchos escucharon los anuncios en la radio y se ha corrido la voz en los cuarteles: los militares ucranianos colapsan las clínicas privadas de todo el país para congelar su semen antes de su inmediato despliegue en el Donbás. Así, si el enemigo los mata, al menos dejarán su semilla en esta tierra para ser plantada.
Visitamos ciudades muertas como Liman, como Yampil, como Kostiantinivka, en las que siguen cayendo bombas sobre sus cadáveres. Los proyectiles atruenan el cielo y reverberan en la tierra, pero a veces resultan aún más inquietantes los silencios inertes de sus calles. En Liman no hay rodadas de coches sobre la nieve, pero ¿quién va a venir a este lugar? Caminamos por el centro de la avenida principal, dejando atrás la casa de la cultura, tiendas, una universidad, o mejor dicho, los esqueletos carbonizados de lo que fueron. Como Pripiat, la localidad levantada junto a Chernóbil, convertida hoy en un museo del terror radiactivo, la fantasmal Liman fue abandonada cuando llegaron los rusos. Tras su liberación de este otoño, permanece vacía e inhabitable. Sin luz, sin agua, sin teléfono ni calefacción. ¿Qué interés tiene para Moscú conquistar la nada? Los territorios son las personas que viven en ellos, pero aquí sólo quedan perros abandonados.
En una escena que recuerda a las batallas de invierno en el frente del Este durante la Segunda Guerra Mundial, nos cruzamos a muchos soldados ucranianos empaquetados en camiones camino del frente, viajando cabizbajos y en silencio. En Yampil, un carro de combate ucraniano irrumpe ante nosotros entre casas destruidas haciendo vibrar la carretera con sus orugas. Los militares nos ven y hacen la señal de la victoria.
De camino a Sloviansk, superado un cementerio de tanques rusos ya convertido en óxido, vemos una escena de película postapocalíptica: un vagón de tren soviético abandonado en mitad de una zona de trincheras y cráteres de bombas, sin vía ni locomotora que lo llevara hasta allí. Sirvió de hotel improvisado para los soldados del ejército ruso que ocuparon la zona, pero ahora es un fósil agujereado de metralla y heces humanas. Los soldados ucranianos, con su uniforme de píxeles marrones y sus cintas azules en las mangas, patrullan la zona mirándonos con gesto indiferente.
En una ermita destruida a dos kilómetros encontramos lo que era un hospital de campaña ruso. Alrededor del templo hay cientos de botas militares tiradas, lanzagranadas, restos de ropa militar con parches de la Z y coches ametrallados. Dentro de la iglesia, en un caos y una suciedad insana, hay camas y colchones en el suelo llenos de ropa arrugada, charcos de sangre, un respirador manual, torniquetes usados, ampollas de morfina y paquetes de vendas con la fecha 1963 impresa y un precio de 42 kopeks. Muchos militares de la Z debieron morir entre estos muros. Rusia trata a los soldados que envía a Ucrania con material sanitario de hace 50 años. Si no te mata la hemorragia, te mata el tratamiento.
En las calles de Sloviansk, la ciudad en la que comenzaron los levantamientos prorrusos en 2014, nos cruzamos a Olexander, profesor de universidad de 71 años con bigote de manillar y gorro de astracán. No desea que le hagamos fotos, pero asegura que el problema del Donbás viene de muy atrás: “Un 30% de Sloviansk es prorruso y pueden permitirse serlo. Es el efecto de la propaganda de la televisión del Kremlin. Stalin sabía de la importancia del Donbás, por eso tras la Segunda Guerra Mundial repobló toda esta región con personas de otros lugares de Rusia. Él ya sabía que tarde o temprano tendría que lidiar con los sueños de independencia de Ucrania y quería una mayoría prorrusa en estas zonas. Bajo este suelo tenemos carbón, petróleo y gas, por eso Donetsk y Lugansk son tan preciadas para Moscú y Putin hará lo que sea para retenerlas”.
Vasily sirve cafés en un pequeño local a soldados ucranianos y al puñado de civiles que aún permanece por aquí. Le preguntamos las razones por las que alguien como él aún no ha huido de la zona a regiones más seguras: “No es fácil para un hombre joven establecerse en otras ciudades ucranianas más al oeste, porque la gente te pregunta qué es lo que haces por allí en vez de combatir por tu tierra. Yo no soy militar ni tengo formación, pero para ellos siempre soy sospechoso de ser un traidor prorruso y no es cierto. Soy profundamente ucraniano”.
En el frente, dos capellanes militares, ataviados con estolas amarillas de bordados azules sobre sus uniformes, ofician una misa a los tanquistas de la 10ª Brigada de Montaña ante los campos nevados. Su cántico se sobrepone al bombardeo cercano del frente cuando un ramillete de rayos de sol se refleja en los crucifijos dorados que cuelgan de sus cuellos. Todos se santiguan y comienzan su salmo ortodoxo: “Líbrame de mis enemigos, oh Dios mío. Ponme a salvo de los que contra mí se levantan”
Alberto Rojas