El plan de Pedro presenta fisuras. Por alguna razón la gente responsabiliza al Gobierno de los resultados de la acción de gobierno. O de la falta de resultados
NotMid 28/01/2025
OPINIÓN
JORGE BUSTOS
Una definición clásica de locura establece la premisa de la repetición esperanzada: loco es aquel que repite la misma acción y espera resultados diferentes. Imaginemos a un trastornado pulsando obsesivamente el mismo botón, esperando que suceda algo que no sucede, mientras se repite a sí mismo: «Esta vez va a funcionar. Esta vez tiene que funcionar».
Al parecer nuestro Pedro ha decidido pulsar el mismo botón del mismo decreto ómnibus -una ensalada césar- y va a sentarse a esperar que los mismos partidos que se lo tumbaron cambien el sentido del voto. ¿Significa esto que nuestro Pedro, después de tantas noches de claro en claro y de tantos días de turbio en turbio, ha perdido definitivamente la chaveta? Yo no me atrevo a emitir un diagnóstico tan terminante, porque es posible que Pedro tenga un plan. Y un plan puede ser maquiavélico o ingenuo, pero al menos introduce una variación en la conducta del sujeto que lo aleja de la estricta condición de paciente. La novedad consiste en arrojar este sintagma a la cabeza del PP: «dolor social». Se trata de que los jubilados o los valencianos de la Huerta Sur o los usuarios del transporte público reaccionen en masa como el personaje de la viñeta de Gascón: «¡Qué país nos va a dejar la oposición!».
Me temo que este plan presenta fisuras, según constatan las encuestas. Por alguna razón la gente tiende a responsabilizar al Gobierno de los resultados de la acción de gobierno. O de la falta de resultados. Pero hay algo más. Si el personal no le compra a Pedro la chatarra arrojadiza que le acarrean sus guionistas se debe a que la expresión «dolor social» reviste las trazas del oxímoron. El dolor es siempre individual. Y su causa siempre es concreta. Nada hay tan privado como el sufrimiento: cuando sufrimos no necesitamos que nadie nos persuada de que estamos sufriendo y por qué. Apelar al dolor social resulta tan enigmático como prometer el placer social.
Lo más parecido a un propósito consciente de causar dolor social en España lo formularon los chicos de Otegi en los noventa. Pedro no se acordará, porque es muy joven, pero su socio parlamentario más fiel amparó los asesinatos de Gregorio Ordóñez o de Ernest Lluch bajo la explícita estrategia de la «socialización del sufrimiento», que consistía básicamente en extender el terror más allá de los cuarteles de la Guardia Civil: a concejales, a catedráticos, a fiscales, a periodistas. A la señora que tuviera la mala suerte de pasar por allí. Eso sí era dolor social, Pedro. La única diferencia es que sus autores sí te votan los decretos.