Se puede ser republicano, faltaría más, ya que nuestra Constitución no es militante. Pero la ausencia de los nacionalistas y de parte del Gobierno de la jura de la Princesa es, además de una deslealtad constitucional, una manifiesta falta de educación
NotMid 31/10/2023
OPINIÓN
EMILIO LAMO DE ESPINOSA
Jurar la Constitución no es algo gratuito ni trivial. Es entrar a formar parte de una comunidad de ciudadanos que ha asumido unos compromisos y unos deberes, es formar parte de una nación moderna, no basada en la etnia, la religión o la lengua sino en la universalidad de la ley. Y es asumir el compromiso sincero de respetar y hacer respetar eso que se jura. Por eso irrita el menosprecio de quienes la han prometido utilizando fórmulas exóticas que muestran claramente que se pretende incumplir esa promesa. E irrita más aun que, los socios habituales del mismo Ejecutivo, de cuyos derechos constitucionales usan, e incluso abusan, se ausenten del acto de jura de la Princesa alegando que “no reconocen legitimidad a la Corona”, una legitimidad que no tienen reparo en reconocer al fugitivo de Waterloo. Como si la legitimidad de las instituciones fuese un bazar o supermercado en el que escoges lo que te gusta.
Se puede ser republicano, faltaría más, ya que nuestra Constitución no es militante. Pero la ausencia de los nacionalistas y de parte del gobierno es, además de una deslealtad constitucional, una manifiesta falta de educación. Aunque solo fuera por mínima cortesía y respeto institucional a la Jefatura del Estado, ahí deberían estar todos aquellos que viven de la Constitución y que dicen vivir para ella, y recordemos que tanto José Antonio Ardanza como Jordi Pujol sí asistieron en 1986 al juramento del entonces Príncipe Felipe.
Por lo demás, esta ceremonia es un ritual político, no una trivialidad teatral. Byung-Chul Han lamentaba hace poco la desaparición de los rituales en las sociedades modernas. Y Emilio Durkheim mostró hace años que en los ritos y ceremonias, también en los políticos, una multitud es traspasada por una “efervescencia colectiva” que hace de ella una comunidad de sentido. No una sociedad de egoístas intereses mutuos, sino un nación que comparte emociones, más profundas que las ideas, pues mucho antes de empezar a pensar, sentimos. Los ritos dicen lo que resulta, literalmente, inefable.
¿Qué es lo que podemos percibir, casi sin decirlo, en este ritual político que evoca la parte dignified, emocional y simbólica de la monarquía, como la llamaba Bagehot? Para comenzar, muestra una institución (casi la única) que está más allá de partidos, territorios, clases, géneros, lenguas o identidades. Es la contraintuitiva ventaja de una magistratura hereditaria: la Princesa no ha sido elegida por nadie y no representan particularismo alguno. Se dice que la herencia es el pecado original de las monarquías, ignorando que esa es su gran virtud, y más en un escenario político donde solo habitan partidos, sectas, identidades o burbujas. Y por ello, como institución no electiva y neutra, acaba siendo el último refugio de legitimidad política cuando todas las demás instituciones se desbaratan en luchas sectarias. Paradójicamente, a mayor insatisfacción con el funcionamiento real de la democracia de partidos, más brilla la Corona como último refugio para una ciudadanía, hoy entre perpleja y asustada.
Neutralidad que permite una segunda singularidad: la Corona como encarnación de la unidad de la nación. Preciosa palabra esta de “encarnación”, hacer carne y cuerpo visible de una idea. La Constitución asegura que el Rey representa al Estado, pero no es cierto, representa a la nación española -la única, según señaló el constitucional en su fallo del 2010-, y por eso el grito de “Viva el Rey” es sinónimo con el de “Viva España”, y éste con el de “Viva la Constitución”, los tres vivas con los que Gregorio Peces-Barba, presidente del Congreso, terminó su discurso en la jura del entonces Príncipe. Y veremos si Armengol es capaz de replicar.
Ideas que me venían a la cabeza cuando trataba de analizar la jura que la Princesa Leonor va a hacer de la Constitución Española en una magna ceremonia ante la representación total de la soberanía nacional. Una ceremonia que cierra su rito de iniciación de este otoño en que adquiere la mayoría de edad: en Zaragoza jura la bandera como “cadete Borbón”; en Madrid, preside junto a su padre el desfile militar el día de la fiesta nacional; en Oviedo copreside de nuevo la gran fiesta de la sociedad civil que es la entrega de los premios Princesa de Asturias. Para asumir finalmente la enorme responsabilidad de ser heredera de la Corona. No es baladí. Para ser funcionario público basta prepararse algunos años; pero para ser Reina hay que prepararse toda la vida, renunciando a no pocos derechos humanos que todos damos por descontado: derecho a trabajar donde se desee, a viajar libremente, a la libertad de religión o de contraer matrimonio. Y sobre todo, a no poca privacidad e intimidad. Es casi una institución total, de compromiso 24/7, como se dice ahora.
Ceremonia que hunde sus raíces en la historia y convoca, no solo a los vivos, sino también a todas las generaciones que han construido este país. Pues nada encarna mejor esa historia que la Corona y el mismo Rey, cuyo nombre nos recuerda que es el sexto Felipe en nuestra historia. La jura invocará la historia y en los museos admiramos cuadros que certifican juramentos similares, al igual que Leonor prestará juramento sobre el mismo libro, en el mismo lugar, y con el mismo ritual, que lo hizo su padre el 30 de enero de 1986.
Todos los pueblos se mueven en una tensión entre la continuidad y la tradición, por una parte, y la innovación y el cambio, por otra. Pero lo singular de las Monarquías es que son capaces de aunar ambos extremos representando al tiempo la más antigua tradición pero dando cobertura al cambio y la modernidad. No es casualidad que muchos de los países más posmodernos -por utilizar la jerga de los sociólogos- más tolerantes, abiertos, feministas, resultan ser Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda, el Reino Unido…y España. Todos ellos monarquías que, bajo el paraguas de la tradición y sus ritos, pueden hacer que todo siga igual para que todo cambie. Razón por la que, bajo ese paraguas, resulta mucho más fácil saltar de un régimen autoritario a otro democrático; lo acreditó hace años el gran politólogo Juan Linz y los españoles lo pudimos corroborar.
Leonor será, de acuerdo con nuestra ley, la tercera (o segunda) Reina de España (según se cuente), tras Juana I e Isabel II. Y la segunda, tras esta, en jurar una Constitución. Sea segunda o tercera, tenemos la inmensa suerte de tener a una mujer como heredera. Y espero que no se me critique por machismo si afirmo que una mujer es menos impositiva que un hombre y por ello -ha ocurrido muchas veces en la historia de muchos países- esa feminidad es capaz de encarnar mejor la sutileza de la representación que asume. Una joven princesa vestida con el uniforme de cadete y en posición de firmes, dice más acerca de la moderna igualdad de género que los mejores discursos. Imagen que me recordaba aquella otra de una ministra de Defensa, visiblemente embarazada, pasando revista a las tropas formadas y en posición de firmes. Me emocionó aquel potente símbolo de una España “a la altura de los tiempos”, como me emociona este.
Ceremonia o ritual, finalmente, que será transmitida y visionada miles de veces, impresa y reimpresa en todos los medios de comunicación, con millones de “impactos” que proyectan en todo el mundo un país con larga tradición e historia viva en un riquísimo patrimonio, imágenes que alimentan una Marca País de calidad (que ha sido monetizada para algunas monarquías -como la británica- en muchos miles de millones). Leonor es desde ya -y junto al Rey-, nuestra mejor embajadora. Lo que arroja una enorme responsabilidad sobre esa joven mujer pues todos sus actos, gestos, mohines, vestidos, accesorios, todo va a ser objeto de escrutinio, análisis, publicidad, enjuiciado y valorado una y mil veces. No es fácil -han escrito los más actuales analistas de las monarquías-, no es nada fácil someterse a esa disciplina del escrutinio público, en una obligación de ejemplaridad absoluta que no tiene fin ni limite.
Y así, mientras seguimos meses y meses con un gobierno interino -por enésima vez-, y debatiendo cómo solventamos el pasado -por enésima vez-, la Jefatura del Estado cierra ya su alternancia futura, que será automática en su día. Ultima enseñanza de esta ceremonia: estabilidad y largo plazo frente a inestabilidad y cortoplacismo. Bienvenida sea, Leonor, a la historia de España. Que la suerte le acompañe a ella, y a nosotros con ella, en estos tiempos turbulentos y necesitados de consuelo.
Emilio Lamo de Espinosa es Catedrático Emérito de Sociología y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas