NotMid 19/11/2023
OPINIÓN
ARCADI ESPADA
(Gramáticas) La Ley de Amnistía comienza diciendo: “Toda amnistía se concibe como una figura jurídica dirigida a excepcionar la aplicación de normas plenamente vigentes, cuando los actos que hayan sido declarados o estén tipificados como delito o determinantes de cualquier otro tipo de responsabilidad se han producido en un contexto concreto”. En este párrafo hay errores morfológicos, sintácticos y semánticos en una proporción aproximada al resto de los párrafos de la Ley, un homenaje, toda ella, a la inexorable dificultad formal del género de la aporía. Podría pensarse que las consecuencias de esta escritura degenerada son más bien inofensivas, porque se trata de poner hombres en libertad y no de encerrarlos. Pero esto es tan cierto como que la Ley va a suponer la inmediata exculpación de criminales
La necesidad del respeto a la gramática se hace especialmente obligatoria en la exposición de motivos, inusualmente larga por inusualmente decisiva. El carácter constitucional de una ley suele prescindir lógicamente de los preámbulos. Pero no es el caso. La sospecha -parece que fundada- de que su motivación única es la permanencia en el poder de su promotor imponía un preámbulo detallado que descartara el fraude de necesidad. Pero la gramática no ha podido sobreponerse a la aporía y ahonda el fracaso.
El imposible racional de la Ley es que extingue delitos que continúan siéndolo. Naturalmente estos delitos podrían haber sido perdonados, como ya lo fueron; pero su extinción necesitaría un orden jurídico distinto a este -constitucional- que sigue considerándolos delitos. El empeño del independentismo en el referéndum de autodeterminación y en el mantenimiento de su estrategia unilateral es de una extrema congruencia. El mejor ejemplo es la amnistía de 1977, que tan torpemente evoca la Ley. La extinción de la responsabilidad de los delitos cometidos en la lucha por la democracia -gravísimos delitos que no excluyeron el asesinato- se correlacionó con los cambios legislativos que hicieron de España un Estado de Derecho. Si los delitos se extinguieron fue, por así decirlo, porque la dictadura se extinguió. El legislador sancionó entonces que los delitos cometidos para forzar el advenimiento de la democracia no eran tales. La correspondencia es elemental. A la amnistía de los delitos cometidos en defensa del derecho de autodeterminación debería corresponderle la legalización de ese derecho. Sin ella, la mesa racional baila por una de sus patas.
Pero ya bailó hace 87 años, aunque de nada sirviera, dramáticamente, aquella danza. El preámbulo de la Ley, que exhaustivo se muestra en la declinación de diversas amnistías europeas -hasta incluir la invocación cómica e inepta de la ley de amnistía portuguesa, ¡que excluye los delitos contra la soberanía nacional… y la malversación!-, obvia el ejemplo de la amnistía más comparable: la de febrero de 1936. Porque tampoco en aquel invierno la amnistía vino acompañada de cambio legislativo alguno y los hechos que motivaron la condena a 30 años de rebelión de Lluís Companys siguieron siendo delito después de amnistiados. Aunque la prudencia del legislador de 2023 se entiende porque la evocación de la amnistía del 36 trae problemas a dos cuestiones fundamentales que gravitan sobre el texto. La primera alude a la discusión sobre la mención constitucional de la amnistía. La Constitución de 1931 prohibía, como la de 1978, los indultos generales, pero mencionaba expresamente la posibilidad de la amnistía en su artículo 102: “Las amnistías solo podrán ser acordadas por el Parlamento. No se concederán indultos generales“. En el origen de las dos amnistías está, probablemente, la prohibición constitucional de los indultos generales (así se les llama cuando se concede a personas que han cometido el mismo delito recurriendo a una única motivación), pero el ejemplo de 1931 y su mención expresa de la amnistía añade incertidumbre a la legalidad de una decisión que desde 1978 no tiene soporte constitucional explícito. La otra razón decisiva para ignorar el precedente es la convivencia. A la pregunta de si una amnistía sirve para mejorar la convivencia, la de 1936 da una respuesta tenebrosa: cinco meses después de promulgada comenzaba la Guerra Civil.
La convivencia es el argumento principal que maneja el legislador para justificar la amnistía a los delincuentes nacionalistas. Durante el Proceso sedicioso, y con especial intensidad en el año 2017, la convivencia se quebró en Cataluña. En el espacio público y en el privado. Los únicos responsables fueron los delincuentes nacionalistas. Cuando el Gobierno de la Generalidad fue destituido mediante la aplicación del artículo 155 y sus miembros encarcelados no hubo incidentes públicos relevantes en Cataluña. Sí los hubo dos años después, en octubre de 2019, cuando se conoció la sentencia contra los líderes del Proceso. Estos incidentes, sin embargo, nunca tuvieron un carácter masivo, duraron pocos días, y su analogía más certera es la kale borroka practicada durante años por grupos radicales de la izquierda vasca. Desde la condena, la amnistía fue una reivindicación permanente de los independentistas; pero jamás logró movilizar a la sociedad catalana. Por si fuera poco, la exhibición de la convivencia como músculo moral de la Ley ha de afrontar otra incomodísima evidencia fáctica: ha bastado la mera intención para desencadenar en toda España manifestaciones de rechazo masivas, que no se han visto libres, por cierto, de incidentes incendiarios a la manera de aquel llamado tsunami nacionalista del 2019.
El icono de la convivencia que dibuja la exposición de motivos y que pretende erigirse como faro moral de la voluntad del legislador recuerda el célebre lienzo de Juan Genovés que simboliza -a pesar de que no fue pintado con esa voluntad- la amnistía de 1977. Pero en las calles de España, incluidas destacadamente las calles de Cataluña, no hay hoy un solo hombre que corra a abrazar a otro. Si alguien pintara el icono de la amnistía de Pedro Sánchez debería hacerlo a partir de dos espaldas pegadas que corren a abrazar el vacío. La razón primera de que así sea es que los beneficiarios de la amnistía solo han renunciado, a cambio, a frustrar la investidura del presidente Sánchez. Todo su arsenal de deslealtades sigue intacto y su imposibilidad de llevarlo a la práctica no es la amnistía de hoy sino la duradera derrota de ayer. Ni siquiera han dado señales de que vayan a renunciar a sus groserías institucionales, como la del desprecio que acompaña al Rey en todas sus visitas a Cataluña. Y eso que el primer amnistiado (y humillado) por la Ley es el Rey de España y su discurso del 3 de octubre, que hoy queda zafiamente colgado de la brocha de la Historia.
Dije y es incierto que no hay gramática en la Ley. La hay específica, define sobriamente a su inspirador y es la que se llama parda: “La habilidad para conducirse en la vida y para salir a salvo o con ventaja de situaciones comprometidas”. O más ceñidamente, a la manera de Fernán Caballero, citada por el filólogo Arturo Montenegro: esa habilidad que consiste en “ver venir, dejarse ir y tenerse allá“. O sea, la política, en su más pocilga intimidad.
(Ganado el 18 de noviembre, a las 12:04, compadeciendo al principio de igualdad ante la ley y más concretamente a ese pobre Alfonso Rus, expresidente de la Diputación de Valencia, condenado ayer a cinco años de cárcel por malversación, que no tuvo la astucia de añadir a sus objetivos criminales la destrucción del Estado y en consecuencia sin posibilidad alguna de ser amnistiado, lo que va a suponerle ir a la cárcel, principalmente por tonto)