NotMid 27/10/2023
OPINIÓN
ANTONIO LUCAS
Este año mío tremendo acumula dos verdades: una madre superviviente y un padre muerto. He estado con los dos hasta el momento crucial: junto a ella hasta salir del hospital, tres meses y medio después de ingresar, salvando el precipicio; junto a él hasta el último compás de su respiración. Diez meses de distancia separan la alegría del daño. Pero en medio, en ese puñado de tiempo, he adquirido una deuda de gratitud. Un débito impagable. Un descubierto precioso. Gracias, gracias, gracias a todos los sanitarios del Hospital Gregorio Marañón de Madrid porque me dieron el entusiasmo de ver a mi madre renacer y me asistieron con el consuelo exacto, delicado, pulcro, cuando oía a mi padre zozobrar en la habitación. Son dos acontecimientos espectaculares de la existencia. Ay.
La sanidad pública obró el milagro y, por igual, braceó contra la corriente. Son cientos las horas que he pasado en el recinto grande del Marañón, muchas las conversaciones, muchos los momentos de quiebra, a demasiada gente vi sufrir y más aún (felizmente) los escuché vivir. En pasillos y habitaciones me permitieron escribir los artículos del periódico, las entrevistas, algún reportaje. En ciertos rincones silenciosos grabé mis asuntos para las radios. Jamás me sentí solo, apenas (por necesidad) derrotado. Gracias, gracias, gracias.
En el penoso trayecto de estos meses la fortuna puso de nuestra parte a la doctora Olga Mateo Sierra, neurocirujana. Con las manos reavivó el cerebro de mi madre y con sus palabras dispensó aire y serenidad a la asfixia del padre. En ocasiones, cuando casi todo se oscurece, irrumpe en tus días alguien providencial en quien depositas una confianza que casi ya no tienes. Su oficio es la sanación. Su empeño, el rigor. Su abnegación permite que uno amanse demonios propios en madrugadas inmensas donde los pétalos del tiempo caen inmensamente (Neruda).
He vivido entre máquinas y pitos de constantes vitales de un invierno al otoño siguiente, sin tregua. Aprendí a leer todas las pantallas y sus valores terribles. Logré dormir en butacones difíciles sin perder la atención en medio del sueño de las alarmas puntuales. Los profesionales del Gregorio Marañón me enseñaron a esperar. A creer. Cuando el lunes pasado salimos del hospital con uno menos y la noche se abría con más noche en lo alto, la lluvia fundió en mí un rumor de madera preparándose y esta música triste de infinita gratitud.