La inmigración es un fenómeno complejo que requiere control, pero siempre en el marco del Estado de derecho y no a costa de esquivar las garantías procesales
NotMid 20/04/2025
EDITORIAL
La Justicia se ha convertido en la barrera de contención para frenar la deriva autoritaria de Donald Trump, que en poco más de tres meses ha lanzado el mayor ataque de la historia contra los fundamentos democráticos de Estados Unidos, al vaciar de poder sus instituciones para ponerlas a su servicio y minar el sistema de contrapesos que está en la base de la Constitución americana, un modelo para todo Occidente.
El Tribunal Supremo impidió ayer la deportación de una treintena de inmigrantes venezolanos detenidos en el centro Bluebonnet de Texas, a los que preveía trasladar a El Salvador en virtud de una ley de 1798 prevista para tiempos de guerra, la Ley de Enemigos Extranjeros. Su destino era una de las prisiones de alta seguridad que el aliado de Trump, el presidente Nayib Bukele, ha convertido en agujeros negros para los derechos humanos tras decretar el estado de excepción para acabar con la violencia de las maras.
A una de ellas ha sido precisamente deportado el salvadoreño Kilmar Abrego García, de 29 años, pese a que tenía un estatus legal en Estados Unidos y carecía de antecedentes penales, y pese a que lo había prohibido una orden judicial de 2019 que establecía que su integridad física podía correr peligro por las amenazas que había sufrido de las mismas pandillas a las que se le acusa de pertenecer.
El escándalo que ha suscitado el caso ha obligado a la Administración Trump a reconocer el «error administrativo», aunque advirtiendo de que no puede hacer nada para repatriarlo e incluso lanzando una campaña personal para empañar su imagen.
El uso de una legislación prevista para situaciones de emergencia bélica permite a Trump acelerar las expulsiones de inmigrantes, una de las banderas de su campaña electoral, esquivando las garantías procesales. Hasta ahora, la Ley de Enemigos Extranjeros solo se había invocado tres veces en la historia de Estados Unidos, y todas en contextos bélicos: la última durante la Segunda Guerra Mundial, cuando se utilizó para dar cobertura al encierro de civiles de nacionalidad japonesa y estadounidense en campos de internamiento. El Supremo le ha permitido usarla, aunque matizando que los inmigrantes deben tener tiempo para acudir a los tribunales e impugnar su deportación.
La inmigración es un fenómeno complejo que requiere regulación y controles para evitar que desborde los recursos de los países de acogida. Su gestión tiene, sin embargo, que ajustarse al Estado de derecho. Escudarse, como ha hecho Trump, en una ley de urgencia para llevar a cabo deportaciones arbitrarias con el argumento de frenar una supuesta «invasión» cuando hoy por hoy no existe una amenaza creíble contra Estados Unidos deja desamparado al individuo -no sólo al inmigrante, sino también al propio ciudadano estadounidense- frente a un Poder Ejecutivo omnímodo que actúa al margen de la ley y al que, de momento, sólo le están frenando los tribunales.