El Gobierno finge confundir la destrucción de pruebas con la ausencia de pruebas y cree que el ardid hace acreedor a García Ortiz de unas disculpas
NotMid 16/01/2025
OPINIÓN
RAFA LATORRE
No recuerdo otro caso semejante en el que fuera celebrada como una brillante estrategia de defensa la destrucción de información relevante para una investigación. Quienes aprecian, y aun admiran, el minucioso borrado de las huellas del fiscal general del Estado no son unos marginales. Desde el presidente del Gobierno hasta una de sus portavoces en la televisión pública han fingido confundir la destrucción de pruebas con la ausencia de pruebas y creen que el ardid hace acreedor a Álvaro García Ortiz no de un reproche, sino de unas disculpas.
A mí, ya lo siento, las disculpas no me salen. Porque el fiscal general del Estado, cuya misión primordial es promover la acción de la justicia para defender la legalidad, se ha comportado como un vulgar caco: cuando pidió que se le enviara a un correo privado la información confidencial que tenía la obligación de custodiar y cuando destruyó todo rastro de las comunicaciones de las horas críticas de la filtración de los secretos. Su conducta no es la más inspiradora para los jóvenes que ingresan ahora en el curso de acceso a la carrera fiscal. Más bien debería presentarse como un valioso contraejemplo. García Ortiz estuvo bromeando el otro día con ellos, con los fiscales del futuro, con pijísima ligereza.
Fingirse idiota es una pose de la que no conviene abusar. Uno corre el riesgo de que, si pasa demasiado tiempo así, cuando los momentos de lucidez ya son los menos, los demás duden de que esté fingiendo. Y la cruzada de este Gobierno contra los jueces es una empresa que exige fingirse idiota a tiempo completo.
Son demasiados asuntos. Hay que simular, por ejemplo, que la ley para proscribir la acusación popular no se ha construido sobre la disposición transitoria que garantiza su aplicación a los procedimientos en curso. Es decir, tiene que aparentar que es incapaz de ver que la aplicación general de la ley sólo es, en este caso aberrante, un efecto indeseable pero asumible por el beneficio que supondrá para unos familiares de Pedro Sánchez. Hay que indignarse con mucho escándalo porque se refieran al texto como Ley Begoña, cuando es útil y justo que una iniciativa sea bautizada con el nombre de la persona que la ha motivado, igual que la Ley Rhodes o la Doctrina Parot.
Hay que fingirse idiota, en fin, que es ya la única forma de prosperar en el sanchismo.