Moscú pierde en diferido el pulso que libró en Siria contra las primaveras árabes
NotMid 22/12/2024
MUNDO
Con la caída de Bashar Asad se desploma el mito de que Moscú nunca abandona una batalla: se marchó de Afganistán y se ha ido de Siria. También es un toque de atención a Ucrania: las guerras se pierden si disminuyen los recursos con los que empezaron a librarse. El factor humano puede hacer que la reducción de uno de los elementos (el apoyo ruso a Damasco o el apoyo occidental a Kiev) mueva al resto de los factores a desempeñarse mucho peor en el campo de batalla. No sólo se trata de escasez de munición, armas o tropas aliadas. Sino de una debacle de la voluntad de luchar.
Además, ahora Putin puede mostrarse menos inclinado a ser flexible con Ucrania: “La guerra en ese país le ha costado [la pérdida de] Siria, lo que refuerza su falta de voluntad para llegar a acuerdos”, apunta Tatiana Stanovaya, directora de la firma de análisis R. Politik.
Es Moscú quien tiene por delante una digestión más pesada. Las primaveras árabes se presentaron en Rusia como una continuación del Maidán de Kiev: un reguero de revoluciones de colores supuestamente impulsadas por EEUU cuya última estación era la revolución blanca en las calles de Moscú. Al impedir un cambio de signo político en Siria, el régimen ruso se decía a sí mismo y al mundo que los derrocamientos de regímenes longevos no eran inevitables.
La caída del líder sirio hace 10 años hubiese supuesto para Rusia la pérdida de un aliado importante. Su derrocamiento hoy incluye además un severo coste reputacional para Moscú, que no ha sido mero testigo, sino que ha formado parte -armas en mano- del bando derrotado.
Rusia es un país gobernado por los servicios de Inteligencia, que cada vez parecen peor informados: pronosticaron que la toma de Kiev sería un paseo, no vieron venir el motín de Wagner ni la ocupación ucraniana de Kursk, y este mes en Moscú la debacle siria ha sido tal sorpresa que el régimen pasó días pensando qué decir. Hasta este invierno, la opinión reinante en Moscú era que el regreso de Asad a la Liga Árabe en mayo de 2023 marcaba el fin de las principales amenazas a su régimen. “Como los grupos de oposición sirios quedaban aislados de sus socios árabes, el Kremlin confiaba en que las fuerzas rebeldes no tendrían capacidad suficiente para lanzar una ofensiva a gran escala contra Asad”, señala Samuel Ramani, autor de Russia in Africa y Putin’s War on Ukraine.
En medio de la incertidumbre ucraniana, la pérdida de Damasco cierra una época. Siria fue a partir de 2015 la guerra triunfal de Putin: machacó desde el cielo a un enemigo inferior, vendió sus victorias como una derrota del terrorismo y enseñó al mundo el armamento puntero ruso, que por fin pudo brillar tras su guerra encubierta en el Donbás en 2014.
La misma propaganda rusa que hasta el verano de 2015 había llorado día a día por el “belicismo” de Kiev, que intentaba recuperar sus territorios por la fuerza, exhibió (incluso en canales en otros idiomas como RT) una especie de war porn: una pornografía bélica en la que hasta se colocaban cámaras en las bombas que soltaban los aviones sobre Siria para que los televidentes se admirasen de la eficaz destrucción.
Después de que el mundo fuese testigo de lo esquiva que le era a EEUU la victoria definitiva en sus intervenciones en Afganistán e Irak, Putin consiguió demostrar durante un tiempo que Moscú podía ganar una guerra allá donde Washington había demostrado ser incapaz: Oriente Próximo.
Al cabo de los años, la aventura de Rusia en Siria ha resultado muy similar a la de EEUU en Afganistán: éxito militar bastante rápido, consolidación del régimen con persistencia de amenaza rebelde y, años después, colapso abrupto desbordando las previsiones más pesimistas.
La equivalencia entre la retirada norteamericana de Afganistán y el repliegue ruso en Siria es elocuente para el régimen ruso. Fue precisamente el abandono de Kabul decidido por Joe Biden en 2021 lo que terminó de animar a Putin de cara a una guerra amplia en Ucrania, convencido de que EEUU era un país cansado de guerras y sin pulso para mantener su vigor lejos de casa. Que ahora sea Moscú la que se marcha del escenario por no poder sostener su apuesta siria reorienta las dudas hacia su gran guerra actual, la reconquista de Ucrania. La Operación Militar Especial es hija del éxito ruso inicial en Siria y el fracaso final de EEUU en Afganistán.
La pérdida de Damasco es un ejemplo de lo importante que es el factor psicológico en un régimen personalista posmoderno como el de Putin. El líder ruso ha sido pintado como una especie de Napoleón ortodoxo por sus admiradores extranjeros o un Hitler ruso por sus detractores. Pero ambos líderes históricos, uno del siglo XIX y otro del XX, ocuparon territorios lejanos a sus fronteras históricas. En cambio, Putin, en su faceta de invasor, ha mostrado una obsesión con las conquistas del pasado: en su propósito imperial hay más melancolía que hambre de nuevas tierras.
Como señala Alexander Baunov, analista ruso autor del ensayo El fin del régimen: cómo acabaron tres dictaduras europeas, el desestimiento de Putin a la hora de mantener su posición en Siria muestra que “está dispuesto a sacrificar todo, incluidos sus propios éxitos anteriores”, en favor de la gran batalla ucraniana todavía en curso, una guerra con la que pretende deshacer la quiebra soviética, que sucedió cuando muchos de sus soldados no habían nacido.
Putin es un conquistador tan obsesionado con lo que su país ha perdido que los éxitos más allá de sus viejas fronteras son secundarios. El futuro de Rusia no se decide en el suelo sirio -clave para el tránsito de petróleo y el balance de fuerzas en Oriente Próximo- sino en las aldeas arrasadas de Jersón, Donetsk o Lugansk.
Para Putin, coartar el camino europeo de Georgia y Ucrania fue una manera de lograr que el fin de la Unión Soviética no sucediese del todo: no se trata de repetir el imperio ruso o la URSS, sino de impedir sus alternativas. Apuntalar a su hombre en Damasco fue una victoria psicológica contra la inevitabilidad de las oleadas de cambio que de cuando en cuando sacuden las orillas de los imperios: a finales del siglo XX le tocó a Europa central, a principios del siglo XXI fue la hora del norte de África y Oriente Próximo.
Más allá del pasado, Asad encarnaba la resiliencia que Viktor Yanukovich no lució en Kiev. La idea de que los regímenes autoritarios pueden superar los baches de los cambios sociales y las presiones de otros países no funcionó en la Ucrania de 2014, pero sí en la Siria donde Moscú puso a raya a los enemigos de su aliado Asad. Por eso, Putin no intervino en Siria hasta 2015: su desembarco fue en parte un desquite por Maidán. Esta derrota rusa en diferido es un aviso para otros dictadores que, una vez que acumulan el poder absoluto, quieren tener todo el tiempo del mundo.
Para Putin, la muerte del líder libio Muamar Gadafi y la caída de Yanukovich fueron la prueba de que no se podía confiar en Occidente. La preservación de Asad era una muestra de que se podía confiar en Rusia.
El ejemplo de los talibán, a los que combatió Moscú y que ahora saca de la lista de extremistas (donde ha sido incluido el movimiento LGTB) es una muestra de lo flexible que es una potencia como Rusia para defender sus intereses en un enclave donde el balance de fuerzas es dudoso.
Que en la transición de un escenario a otro sea Turquía -un país de la OTAN que apoya al bando contrario en Siria- quien ayuda al régimen de Putin a sacar sus tropas y evacuar a su aliado dictador a través de su espacio aéreo es también esclarecedor sobre cómo las alianzas formales no definen enemistades ni excluyen cooperación.
La intervención rusa de 2015 en Siria fue el primer desafío importante de Vladimir Putin al dominio de Occidente fuera del antiguo espacio soviético. Mientras Moscú desplegó aviones con tecnología punta, Irán puso a combatientes sobre el terreno. En el último año, las guerras con Ucrania e Israel han desgastado a ambos. En el Kremlin buscan estos días cómo explicar a su manera que han perdido la guerra de Siria.
Hacia dentro, el Kremlin vendió la intervención como una guerra necesaria para mantener el terrorismo lejos de Moscú. En el verano de 2015, la obediente televisión rusa dejó de hablar de los nazis de Kiev y abruptamente empezó a alarmar a los rusos con los terroristas que podían, de alguna manera, llegar desde el Sur.
Hacia fuera, Putin logró romper gracias a Siria el aislamiento internacional impuesto por el robo de Crimea: de pronto su papel era necesario en uno de los mayores avisperos geopolíticos del mundo. Ante un Occidente que trataba de aislarlo, Putin tendió la mano para luchar contra un enemigo común: el terrorismo. Al fin y al cabo, así había ocurrido en la Segunda Guerra Mundial, en la que la lucha contra el nazismo sirvió para integrar a otra dictadura, la soviética, en el equipo de las potencias democráticas. En el caso de Putin, el éxito fue parcial: Occidente no levantó sus sanciones, pero mantuvo canales abiertos con Rusia en todo lo referido al campo de batalla sirio.
Rusia siempre se ha visto en inferioridad de condiciones a la hora de irradiar poder blando o exportar tecnología, pero en la segunda década del siglo descubrió algo que podía exportar: seguridad, fuerza, coerción, mercenarios. Un bien preciado para regímenes impopulares con enemigos bien armados. El auxilio de Asad fue una buena campaña de promoción en África. Y las bases rusas en Siria resultaron clave para llevar a los mercenarios de Wagner desde Rusia al continente africano. La marca de Rusia como guarda de seguridad en África ha quedado dañada.
El derrocamiento de Asad ejemplifica cómo Rusia -igual que EEUU- puede combatir por un régimen, pero no reconstruirlo. Ni mucho menos borrar a sus enemigos.
Agencias