La campaña del republicano trata de arreglar sus relaciones con los votantes hispanos en esta recta final. Varios asisten a este mitin: “Una nación no es una nación si no tiene fronteras”, cuenta Mariana, portorriqueña de 44 años.
NotMid 01/11/2024
USA en español
En nueve años cubriendo mítines de Donald Trump, uno se ha encontrado con todo tipo de gente. Pero nunca con un cura católico en clergyman (la indumentaria eclesiástica). “Refiérase a mi como padre John”. A mi obispo no le gustaría si se entera de que he venido”, dice con voz grave a EL MUNDO mientras que de fondo suena, con cierta ironía, el éxito de los ochenta Come on Eileen (Pero hombre, Eileen), en el que el cantante del grupo británico Dexys Midnight Runners cuenta lo que le costó convencer a una chica (Eileen) de que se fuera a la cama con él.
Como de un metro ochenta, con barba castaña poblada y pelo corto, el padre John destaca entre los aproximadamente 4.000 asistentes al evento, en su mayoría votantes de clase media entre los que hay una muy considerable presencia de hispanos, con los que la campaña de Donald Trump está tratando de restañar, en la medida de lo posible, sus relaciones. Posiblemente lo tenga más fácil de lo que él mismo cree. En esa comunidad, el apoyo por el ex presidente, aunque minoritario, se está disparando. “Los hispanos son republicanos que todavía no se han dado cuenta”, dijo Ronald Reagan, abriendo así un esfuerzo infructuoso de tres décadas de ese partido para captar el voto hispano.
Luego, llegó Trump, y tiró por el desagüe la estrategia del siempre afable Al Cardenas, el presidente del influyente Comité de Acción Política Conservadora (CPAC) de EEUU, nacido en Cuba y casado con una nicaragüense exiliada del sandinismo. Cardenas decía que los republicanos necesitaban el 40% del voto hispano para ganar las elecciones, pero Trump llegó a la Casa Blanca con el 27% en 2016. En estas elecciones, los sondeos ponen en la columna republicana al 40% de los latinos, como quería Cardenas, solo que con un candidato, Trump, que le ha echado a él de CPAC y que no ha demostrado el menor interés en seguir las rutas habituales de aproximación a ese electorado de 36 millones de personas que supone aproximadamente el 15% de los votantes estadounidenses.
El padre John resume la actitud de muchos seguidores de Trump hacia los hispanos. Al preguntarle qué es lo peor que ha pasado a Estados Unidos en la presidencia de Biden, responde: “El mayor problema que afrontamos no es la inmigración, sino el control de la inmigración. Tenemos que dejar entrar a los que son trabajadores, no a los que vienen pero no van a hacer su parte del trabajo”.
El sacerdote diocesano explica que, con Biden en la Casa Blanca, “desde luego que hemos visto un aumento de la diversidad en nuestras comunidades. Eso, en sí mismo, no es malo. Yo hablo español desde cuarto de Primaria, y la mayoría de mis parroquias han estado en barrios con mucha diversidad. He conocido a algunas de las mejores personas del mundo [entre los inmigrantes], pero siempre hay alguna manzana podrida. He visto familias destruidas por algún tío o algún primo que ha cruzado la frontera y que no era trigo limpio”.
Esa aceptación de los inmigrantes siempre matizada por un “pero”, que en muchos casos gira en torno a la distinción entre los que contribuyen a la sociedad y los que son delincuentes, es una constante entre la mayor parte de los seguidores de Trump. Pero varía según la comunidad. Entre los anglosajones, los ilegales parecen tener imagen de delincuentes. Entre los hispanos que respaldan al ex presidente, la distinción es más sutil, y se basa entre los que trabajan y los que reciben ayudas del Estado. Pero, para todos, es uno de los elementos clave -si no es más importante- a la hora de decidir su voto.
Ése es el caso de Mariana, una portorriqueña de 44 años que hace cola para entrar al mitin de Trump con un cartel que dice ‘Boricuas love Trump’ (‘Los boricuas aman a Trump’), repartido apresuradamente por la campaña para tratar de compensar el posible daño de imagen generado en el mitin del presidente del domingo pasado en el que el humorista Tony Hinchcliffe llamó a ese territorio “isla de basura flotando en el océano”.
“Una nación no es una nación si no tiene fronteras”, explica Mariana, que trabaja en una aerolínea, cuando se le pregunta por el principal problema que, en su opinión, afronta Estados Unidos. “Es bueno que entren personas, pero que lo hagan de una forma legal, no como está sucediendo ahora, que, aunque está entrando alguna gente buena, la mayoría son criminales”, añade.
Los datos, sin embargo, muestran lo contrario. Tanto el think tank ‘libertario’ Cato Institute, por el que ha pasado uno de los mayores donantes de Trump, el multimillonario de Silicon Valley Peter Thiel, como la Universidad Northwestern, han llegado a la conclusión de que la tasa de delincuencia de los inmigrantes ilegales es alrededor de un 40% inferior a la de ciudadanos estadounidenses.
Ayudas a los recién llegados
El mensaje de Mariana también incluye la tesis de que el Estado está dando todo tipo de ayudas a los recién llegados. “Les dan cupones de comida por valor de 3.000 dólares [casi 2.800 euros] al mes, cuando tenemos a muchos veteranos de guerra que han luchado por nuestro país que están en la calle viviendo como vagabundos”, insiste. Pero no tiene respuesta más allá de un honesto “sí, eso es cierto” cuando se le plantea el hecho de que entre los vagabundos de EEUU siempre ha habido un enorme porcentaje de veteranos de guerra. En los 90, lo eran de Vietnam y Kuwait; hoy, de Irak y Afganistán.
Tampoco hay razón para pensar que los veteranos recibieran las ayudas que perciben los inmigrantes… fundamentalmente porque es mentira que los ilegales estén obteniendo cupones de comida. Solo los ciudadanos estadounidenses y los extranjeros con permiso de residencia pueden entrar en ese sistema, que permite comprar alimentos cada día a nada menos que 41,9 millones de habitantes de la mayor potencia económica, política y militar de la Tierra.
Mariana conoce a inmigrantes ilegales. “Son amigos, personas muy buenas, que vienen a trabajar mucho, y que todo el mundo sabe quiénes son. El problema es que puedan entrar legalmente”, dice, antes de dar un ejemplo de desinformación a la enésima potencia. “¡A los inmigrantes de India tardan en darles la ciudadanía 50 años!”, lamenta.
La portorriqueña tampoco conoce de nadie a quien se le hubieran negado o retirado ayudas del Estado para entregárselas a inmigrantes, ni de ningún delito específico cometido por residentes ilegales. Tampoco parece preocuparle la promesa, hecha una y mil veces por Donald Trump, de “llevar a cabo la mayor deportación de la historia de este país”, basada en crear campos de detención en la frontera desde los que se eche a 12 millones de indocumentados, una cifra que, pese a la fiebre nativista estadounidense, solo es un 4% superior a la de la presidencia de George W. Bush, hace dos décadas.
Todas estas respuestas reflejan el verdadero credo de los seguidores de Trump, que fue resumido en una frase pronunciada, precisamente, por Peter Thiel en una conferencia en el Club Nacional de Prensa de Washington en 2016: hay que tomarse a Trump “seriamente pero no literalmente”. Lo cual, en realidad, da carta de naturaleza a un pensamiento mágico en el que cada uno puede creerse lo que quiera del candidato. Un ejemplo es Jonathan, inmigrante de 31 años, que vive en Nueva York, donde tiene una jornada laboral de 15 horas, sábados y domingos incluidos. Se levanta a las cuatro de la mañana para llevar a la estación de tren de la ciudad desde Coney Island suministros, “plástico para hacer la boleta del tren, agua, papel higiénico… Cuando termino a las 11 de la mañana agarro el auto y me pongo a trabajar en Uber hasta las ocho de la noche”.
Jonathan está convencido de que Trump no va a echar los 12 millones de indocumentados. “Solo va a echar a los vagos, que son muchas gente, pero los que quieran trabajar se van a quedar”, dice. La idea de que los inmigrantes indocumentados están robando a los legales es prevalente en la comunidad. “Como dice el dicho: “Si quieres algo gratis, vota por un demócrata”.
Trump ha cumplido unas promesas -su política es declaradamente antiinmigrante- y otras no -como el famoso muro en la frontera que iba a pagar México-. El New York Times y la cadena de televisión CBS han llegado al extremo de defender la expulsión de 12 millones de indocumentados alegando que así quedarán viviendas libres y bajará el precio de los pisos, sin pensar, por ejemplo, que los ilegales friegan el suelo de los edificios, hacen las tareas agrícolas más pesadas y, también, trabajan en la construcción haciendo casas.
Alguien que sí era capaz de citar delitos cometidos por los inmigrantes en el mitin de Trump era otro religioso. Se llamaba Scott, y su imagen era casi la opuesta del padre John. Vestido con una camiseta negra que mostraba una musculatura de gimnasio impresionante, Scott, de 41 años, es dueño de una empresa de construcción, pero entre 2013 y 2019 fue pastor de la Iglesia de la Biblia, en Barcelona, donde vivió la declaración de secesión, con la que simpatiza. “Sé que es algo muy controvertido, pero yo creo en el derecho de autodeterminación; si la mayoría de la población de una autonomía que tiene su propia cultura, su propia historia, su propio idioma, decide hacerse independiente… sobre todo en la manera en la que todo empezó, con la Guerra Civil y con Franco”, sostiene, casi pidiendo perdón por lo que acaba de decir.
En materia de inmigración, Scott, que está casado con una argentina, coincide punto por punto con los demás. Pero añade una conspiración extra: “Los demócratas los están trayendo a los estados decisivos, como Pensilvania, para darles en el futuro la ciudadanía y que les voten. Así, los republicanos nunca tendrán una posibilidad de ganar”, sostiene. Parece difícil que eso suceda, dado que la última regularización masiva de inmigrantes tuvo lugar hace 38 años, con un presidente republicano, Ronald Reagan. Pero las conspiraciones son una parte esencial de esta campaña. Scott sí puede citar un tipo de delito que ha crecido, dice, por la llegada de los ilegales: “Los accidentes de tráfico, sobre todo de noche, a veces porque abusan del alcohol y de otras drogas”.
El panorama del voto hispano y de la reacción de éste a la política antiinmigratoria de Trump es a veces tan contradictorio como el hecho de que haya puros anglosajones y hasta una familia de refugiados de Birmania que no habla media palabra de inglés -y que había sido, además, autorizada a entrar en EEUU por el demócrata Barack Obama, rumbo al mitin de Trump con sus pancartas de “Boricuas aman a Trump”-. Entre esos seguidores de Trump que no eran boricuas (de origen portorriqueño) pero expresan el amor boricua está una maestra de Primaria dominicana del vecino estado de New Jersey, de 54 años, María Moreno, que se autodefine como “inmigrante legal”, si bien es cierto que llegó al país por un procedimiento que acaso Trump no aprobaría.
“Mi padre tenía amigos en Estados Unidos que le hicieron los papeles, y cuando él se asentó aquí y demostró que podía mantener a una familia, nos vinimos con él”, comenta, acaso sin darse cuenta de que la reunificación familiar ha sido atacada una y mil veces por el candidato republicano, por no hablar de la idea de que los inmigrantes tengan hijos en el país, lo que los hace estadounidenses de inmediato y, por tanto, capaces de hacer que sus progenitores lo sean (el mejor ejemplo de ello es el de Trump y sus dos esposas extranjeras, Ivana y Melania). Sea como sea, ella también cree que el problema de los ilegales es que reciben ayudas del estado. Y vuelve a repetir la frase de Jonathan: “El que quiera cosas gratis, que las pida a los demócratas”
Agencias