Nunca se habían concentrado tantos insultos y afirmaciones calumniosas contra los jueces en la sede del Poder Legislativo, bajo la plena tolerancia cómplice de Francina Armengol y el ministro de Justicia. Fue cristalina la diputada de Junts Míriam Nogueras
NotMid 04/02/2024
OPINIÓN
JOAQUÍN MANSO
La gobernabilidad de España se encuentra en manos de un sujeto de personalidad visionaria, volátil y paranoide, a su vez rodeado de otros que lo son tanto o más que él, obsesionados de manera enfermiza con evitar la cárcel. Movido por su ambición de poder, el presidente del Gobierno ha decidido someter cada uno de los pasos de los que depende la legislatura -y su propia supervivencia- al capricho personalísimo de un prófugo que no atiende a otras razones que las de su exclusiva conveniencia, centrada en eludir la acción de la Justicia, descargar todo su resentimiento contra el Estado al que pretende sojuzgar, humillar a ERC y a su rival Oriol Junqueras en su agotadora competición por la hegemonía independentista y recomponer toscamente la condición de cacique orgánico de la antigua CiU en Cataluña. Esto es lo que hay.
La explosiva sesión del martes en el Congreso fue, nuevamente, una muestra elocuente de la posición de humillante sumisión en la que ha decidido postrarse el PSOE –Puigdemont hizo probar el sabor de la derrota a Sánchez y ahí están las muy expresivas imágenes del presidente abandonando la Cámara-, pero también de la operación de agresiva deslegitimación de las instituciones democráticas que subyace en la ley de amnistía y el proyecto político plurinacional. Nunca se habían concentrado tantos insultos y afirmaciones calumniosas contra los jueces en la sede del Poder Legislativo, bajo la plena tolerancia cómplice de Francina Armengol y del ministro de Justicia. Otra vez fue cristalina la diputada de Junts Míriam Nogueras: “Asumimos toda la responsabilidad ante la Justicia europea, allí no hay marchenas”.
Y aquí está la clave: la resiliencia de los jueces para defenderse, mediante el ejercicio de sus funciones jurisdiccionales, de la acometida para socavar su independencia ha acabado conduciendo la ley fundacional de la legislatura -sin amnistía no habrá Presupuestos- a un aparente callejón sin salida entre la paranoia de Puigdemont y la racionalidad de la UE. Por primera vez, el presidente se ha visto obligado a poner pie en pared ante las nuevas exigencias de Puigdemont, porque la implicación de éste en sendas causas por terrorismo y alta traición por la injerencia rusa en ningún caso superaría el filtro del Tribunal de Luxemburgo. Pero, sobre todo, sería políticamente indigerible ante la Comisión, auténtico socio que da fortaleza a Sánchez, en un momento en el que el Gobierno ha reconocido la crítica situación de deterioro institucional del país al aceptar de facto una supervisión de su Estado de Derecho por parte del comisario de Justicia: no otra cosa representan las insólitas reuniones de Félix Bolaños y Esteban González Pons para renovar el CGPJ con la mediación de Didier Reynders. El PP convertirá su prolongación, en paralelo a las negociaciones con Junts para reconducir la ley, en una presión añadida para el Gobierno.
Sánchez pareció aceptar el jueves la imposibilidad de amnistiar el terrorismo, porque escogió otro camino: el de borrarlo del procés. “Como todo el mundo sabe, el independentismo catalán no es terrorismo”, dijo, en un ejercicio de admirable cinismo epistemológico para ajustar “la verdad” a “la realidad” tal como él quiere que sea percibida, al mismo tiempo que desliza una acusación de lawfare contra los jueces: los persiguen por independentistas y no por terroristas, vendría a decir. Se trata de desplegar una atmósfera coactiva contra los fiscales y magistrados del Supremo, que desde esta semana que entra asumen la causa de Tsunami Democràtic y su posible calificación como terrorismo, y de anticipar la respuesta de sus serviles peones en esa plaza. Destacadamente, habrá que estar atentos al fiscal general, Álvaro García Ortiz.
Durante la semana, algunas fuentes gubernamentales citadas en sus medios de referencia sugirieron la posibilidad de reformar el Código Penal para ajustar la definición de terrorismo de tal manera que dejase fuera sin atisbo de duda los comportamientos de CDR y Tsunami. Se trata de un dislate propio de esta era de la arbitrariedad abierta y sin restricciones: “Ojalá se atrevieran”, fue la respuesta desde el Tribunal Supremo, porque eso desencadenaría una oleada de excarcelaciones de yihadistas que dejaría tibio el sí es sí y provocaría una respuesta implacable de la UE: el concepto de terrorismo está armonizado en toda la Unión desde una Directiva de 2017 y no puede fraccionarse. Desde sucesivas Decisiones Marco a partir de 2002, además, ha evolucionado para adaptarse a las nuevas realidades. Lo relevante ya no es la comisión a través de un grupo organizado -la matanza de Anders Breivik en Noruega no habría sido terrorismo en tal caso- sino el elemento finalista: el para qué. Así, la tenencia de explosivos o el asalto a un aeropuerto, si se cometen para subvertir el orden constitucional o para obligar a los poderes públicos a hacer o dejar de hacer algo, encajan como un guante.
El estado de opinión crítico avanza en Europa: el martes la Comisión de Justicia del Parlamento Europeo aprobó una propuesta para prohibir las amnistías por corrupción, incluida la malversación, con el vergonzoso voto en contra de los socialistas. La ponente es la eurodiputada rumana Ramona Strugariu, que ponía el foco en lo verdaderamente importante, la transacción ilegítima de impunidad a cambio de votos, en una entrevista con Carlos Segovia: “En la UE hay que impedir conceder amnistías para lograr investiduras”. Porque esta y no otra es la cuestión nuclear, aunque nos hagan creer que el diablo esté en los detalles. Junts no hará caer a Sánchez, al menos no hasta las elecciones catalanas, porque hay oportunidades que no se pueden desaprovechar y el PSOE ha dado muestras de que aún puede arrastrarse más. Pero esta semana, por primera vez, comprobamos esperanzados lo difícil que es consagrar la impunidad y la arbitrariedad en el marco de valores del Estado de Derecho que delinean nuestro sistema constitucional y la Unión Europea.