NotMid 15/10/2023
OPINIÓN
JOAQUÍN MANSO
La imagen de las chicas jóvenes bailando sonrientes y desenfadadas al ritmo trepidante del DJ brasileño Swarup durante la rave Supernova en el desierto israelí de Neguev, mientras al fondo se aparecían en parapente los primeros terroristas de Hamas que convirtieron el festival en un baño de sangre, nos ofrece el contraste moral cristalino que aclara lo que está en juego también ahora en Oriente Próximo: nuevamente es la causa de la sociedad abierta, la razón y la libertad frente a la intolerancia y el fanatismo, aquí en su versión más cruel y despiadada.
La matanza del 7-O es el acto de barbarie más brutal en los 100 años de sangriento conflicto entre los judíos, establecidos de nuevo en su patria histórica, los palestinos que allí vivían y los países árabes que los circundan. Las atrocidades genocidas de Hamas -la masacre de los bebés, las vejaciones de cadáveres, el ensañamiento con las mujeres- son un fin en sí mismo que forma parte del plan y pretende provocar una respuesta emocional, irreflexiva y mortífera de Israel que lo arrastre a un intenso desgaste militar, político y reputacional, que debilite su causa y que una pequeña democracia en soledad y en un momento de fuerte división interna sea incapaz de soportar.
Israel no tiene otra alternativa que destruir las estructuras terroristas que amenazan su supervivencia, pero su furia no debe reemplazar a la fuerza moral de su razón, porque ese es precisamente el objetivo. Y aunque hoy existan algo más que dudas de que los dos pueblos lleguen a convivir en paz algún día, tampoco puede embarcarse en la guerra para erradicar a Hamas sin al menos imaginar una salida en el medio plazo que incluya una solución esperanzadora para la población civil palestina, más allá de la marginación y la bota de hierro.
La sofisticación táctica del ataque y los recursos armamentísticos y tecnológicos desplegados hace una semana sugerían inmediatamente una planificación de meses o incluso años, pero sobre todo evidenciaban la necesaria participación de Irán: una investigación de The Wall Street Journal confirmó después que elementos de su Guardia Revolucionaria dieron el visto bueno a la masacre en una cita en Beirut el 2 de octubre, en la que también participaron dirigentes paramilitares de sus socios libaneses de Hizbulá. La audacia del golpe nunca se habría conseguido sin la financiación, el entrenamiento y el apoyo del régimen de Teherán.
El punto político y estratégico es que el regreso de la guerra contra Israel no es un acontecimiento aislado, sino el último episodio de una ofensiva global contra el orden mundial sostenido en los principios universales y la hegemonía de Occidente. No estamos ante un brote espontáneo, producto de la desesperación y del hacinamiento: nada interesa menos a Hamas que una paz justa para los palestinos. Irán es un Estado revolucionario que pretende la destrucción de Israel con la ambición de poner bajo su dominio toda la región y convertirse en una potencia nuclear que amenace a Europa y a Estados Unidos. Para eso necesitaba disuadir a Arabia Saudí de su inminente acuerdo con Israel, que habría representado toda una fuerza de moderación en la zona. Lo que quiere Irán es un avispero.
Y el principal aliado de los ayatolás es Rusia, con quien comparten una agenda desestabilizadora que observa un síntoma del declive norteamericano y europeo en cada retirada -la de Afganistán fue un hito, como una luz que se apaga- y ve una oportunidad en los procesos de degradación de las democracias liberales a las que combaten: claro que la polarización de Israel y la parálisis política de Estados Unidos influyeron en la elección del momento y en el fracaso de la Inteligencia. Ucrania e Israel aparecen pues como dos piezas en paralelo dentro de un tablero global en el que se le multiplican los frentes a Joe Biden, con la aquiescencia cómplice de China, que acecha Taiwan para dar el zarpazo definitivo hacia la hegemonía mundial.
El conflicto en Gaza le sirve a Moscú para intentar desviar la atención de su propia guerra, ahogar la narrativa que ensalza el heroísmo de Kiev y agudizar las primeras señales de agotamiento en Estados Unidos y Europa por el coste de las ayudas a Ucrania, a las que habrá que añadir ahora las de Israel. Por eso, hoy más que nunca, la UE debe mantenerse firme y reforzar su compromiso con Zelenski: lo que está en juego son los valores del humanismo liberal europeo y nuestra propia forma de entender la vida. Como escribía ayer aquí Ana Palacio, «los ciudadanos europeos hemos de aprehender y comprender los retos que la Historia ha concentrado ante nosotros».
Los ejes del mal cuentan siempre con una quinta columna de opinión pública dedicada a debilitar la causa de la libertad desde el mismo seno de las democracias. Esta vez resultó especialmente escalofriante la indiferencia hacia el sufrimiento exhibida desde el primer día: aún estaban mostrándose las primeras monstruosidades cuando ya estábamos escuchando justificaciones cargadas de dogmatismo, de ignorancia y de odio. La izquierda radical es esencialmente antisemita después de muchas décadas de acción cultural antiimperialista y panarabista y cuenta hoy con toda la potencia de las redes sociales.
La anomalía de España es que ese discurso está incorporado al Gobierno con Sumar y a los partidos antisistema que lo sostienen: ERC, Bildu y BNG. Pronto querrán hacernos olvidar cómo empezó todo. El lunes, Reino Unido, Alemania, Francia e Italia se sumaron a Estados Unidos en una declaración conjunta de respaldo a Israel que dejó fuera a nuestro país, pese a ocupar la presidencia de la UE y a que desde la Conferencia de Madrid de 1991 siempre había sido un actor de máxima influencia en la zona. Otra luz que se apaga.